De frente a la impunidad, de espaldas a los despojados (todos en el mismo lodo)

Por Héctor Oscar Brondo*

Mal dormido por una contrariedad familiar que lo angustia desde hace tiempo.
Mal alimentado por una inflamación de las entrañas que resiste las terapias ensayadas hasta el momento y parece encaminarse irremediablemente a la cronicidad a causa del mismo disgusto que le trastorna el sueño -según el testimonio de un opulento emprendedor chuncano que comparte con frecuencia la vigilia de su amigo en la oscuridad de las noches ácidas en el valle milenario-, se acomodó en la butaca ergométrica del compacto de cinco puertas secuestrado al hampa y cedido por la cúpula del magisterio para que le dé el uso que se le antoje, y aceleró a fondo sin necesidad de fijarse en la caja de cambios.
Salió quemando gomas rumbo al pago chico con la ilusión de llegar a tiempo al seguro festejo de su pupilo en la pelea de fondo que se disputaba ese sábado en la asociación autónoma más poderosa de la región y su vasta zona de influencia.
La tropilla de casi 200 caballos briosos trepó a la velocidad de un huracán el camino de las cumbres más cercana al cielo desde la aridez pedregosa de estas latitudes, sin marcar huellas; es que cuando les sueltan las riendas, los ruanos desbocados que remolcan el carrusel blindado no corren, vuelan.
Los vaqueanos de azul que otean el asfalto en el faldeo oriental del macizo montañoso lo vieron avanzar como una exhalación de temeridad e insensatez imposible de frenar.
Les hizo temer lo peor.
Es que el sopor de la siesta, la modorra serrana que provoca el silencio profundo, el letargo soleado que desvanece el paisaje y forma charcos lineales e imaginarios en el serpenteo angosto de hormigón suelen orear presagios trágicos, aventar profecías que cada dos por tres se cumplen.
Y sucedió otra vez.
Ocurrió a la salida de la misma curva tabicada, del carril de este lado; de la misma trepada etérea, del que sube desde el oeste.

Encontronazo mortal

El impacto fue tremendo, en seco, estruendoso.
No fue un accidente, mucho menos, una fatalidad.
Todos saben que se trató de una fechoría criminal que los arrendatarios de la impunidad y el poder, de todos los cuerpos y pelajes, buscan quitarse de encima sin disimulo apelando a impostaciones vulgares y ultrajantes a la capacidad de juzgar de manera razonable y resolver con acierto.
Todos se parecen en escena. Son casi idénticos a la hora de la necedad y la soberbia más rancia y estúpida.
Apenas una mueca de aflicción. A lo sumo un ademán de dolor y solidaridad con las víctimas inocentes que sobrevivieron a la catástrofe evitable que les cambió el destino para siempre, y a los afectos de la vida cegada, aún sin consuelo y poco abrigo de esperanzas.
Es que el néctar con que los zánganos y las obreras del panal elaboran la miel y la jalea real que les convidan a propios y ajenos para prendarles el alma, sabe más apetitoso que la hiel que exudan las entrañas desgarradas de los despojados.
Se asumen privilegiados y ostentan sus fueros prebendarios sin pudor y sin medida.
Lo demás y los demás les importan un comino.
Y mientras la marea alta de lágrimas derramadas a chorro por los desconsolados encharca la playa mediterránea, los obscenos tendidos a sus anchas a la sombra del faro absurdo exhiben su indecencia con impudicia e insisten con la monserga rebuscada de ser el espejo donde mirarse, el modelo a seguir por el pelotón de extraviados, el camino a elegir para llegar a ninguna parte, los garantes del statu quo en la isla de la fantasía donde la mentira es la verdad.
Soplan vientos de cambio.
Para desdicha de los comunes, de los empobrecidos, de quienes retroceden por la cuneta poceada, los rodamundos que trae a la rastra la tromba fugaz son vándalos conocidos o quimeras por conocer.
Expertos en choques, malhechores contumaces como el insomne de este cuento espantoso de final imaginable.
Siluetas tragicómicas cortadas con las mismas tijeras y coloreadas con tinturas de ocasión, que balan como ovejas redentoras cuando en realidad son parte del mismo rebaño y se mueven a gusto en el mismo redil: el de las franquicias del poder prebendario.

*Periodista