Por Luis Miguel “Vitín” Baronetto*
En nuestra experiencia militante la democracia no era un valor que interesara, al menos con la experiencia habida hasta entonces. Voté por primera vez a los 23 años, a una fuerza política que había sido derrocada en 1955; y por 18 años estuvo proscripta para una participación libre en los interregnos electorales de 1958/62 y 1963/66. La experiencia de la Resistencia Peronista fue de persecución y represión, aún en gobiernos democráticos. No casualmente atrás de los golpes militares de esos años estuvo el aliento del imperialismo norteamericano y los poderes económicos concentrados de Argentina, que impusieron los ministros de Economía.
Ese panorama se repetía en otras latitudes latinoamericanas, que visualizaron la salida insurreccional o la lucha armada revolucionaria, como modo de hacerse del poder popular para un cambio por el sistema socialista y la liberación nacional y social. Esos proyectos quedaron inconclusos por el terrorismo de Estado, que reprimió no sólo a las organizaciones revolucionarias armadas, sino a las organizaciones populares, especialmente de los trabajadores. Desgastada, después de la derrota en Malvinas la dictadura planeó su retirada, y se reabrió un proceso democrático. En 1983, Raúl Alfonsín al asumir la presidencia dijo: “Con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura.”
Pero la realidad que vivimos nos enrostra que la pobreza y la miseria han crecido, aunque se siga votando cada dos o cuatro años. Y el triunfo electoral de Milei pareciera señalar un agotamiento y hartazgo en relación a las formas tradicionales de la democracia. El divorcio de las herramientas políticas con las necesidades de las mayorías populares es abismal.
Se nos ha presentado el sistema democrático como la panacea heredada de la revolución francesa. Pero de sus banderas –libertad, igualdad y fraternidad– sólo prevaleció la libertad; y no de todos. Se absolutizó la libertad individual. ¿Y la igualdad y la fraternidad? “Te la debo”, diría un político que fue presidente, contratista del estado, enriquecido por dictaduras y democracias en Argentina.
La libertad en esta democracia: ¿para quienes, para cuántos? Está claro que no todos/as tienen la misma cantidad y calidad de comida, de remedios, de atención sanitaria, ni pueden ir al mejor colegio!! Falta “igualdad” para que exista justicia social y fraternidad.
Cuando absolutizamos la Democracia pretendemos afirmarnos en un logro sin variantes, que se torna contraproducentes cuando advertimos sus límites: La decepción con la democracia porque no da respuesta a cada situación de necesidades, conduce (o puede conducir) a abandonar el escenario político, o peor aún a pasar a la “antipolítica”.
La tarea de construir ciudadanía para todas y todos sigue pendiente, más allá de los avances logrados. La experiencia enseña que no se logra democracia con sólo votar. La “sacralización” de sus formas institucionales, sin protagonismo efectivo del pueblo, ha demostrado ser insuficiente para los problemas que siguen existiendo: Pan, educación, salud, etc., agravados por las mayores desigualdades sociales; y también mayor conciencia de derechos.
De la Democracia a la Laocracia
La democracia occidental que heredamos, viene renga y manca desde sus orígenes griegos. Nos han enseñado que la palabra “demos” quiere decir pueblo. Pero en Grecia existía la esclavitud, es decir que no todas las personas eran libres. Por eso “demos” era sólo el pueblo libre, que vivía en la “polis”, la ciudad, donde estaban los cuatro poderes: El político, en manos del Rey, que gobernaba por decretos y establecía las leyes. El económico, que acumulaba y administraba los bienes en el mercado. El poder militar, que custodiaba los muros de la ciudad y mantenía la disciplina y el orden interno y externo. Y el poder religioso, que receptaba las “ofrendas” para los dioses y vivía de ellas. La plaza pública, el “ágora”, era el lugar de la asamblea de los ciudadanos, los de la ciudad, protegidos por las murallas.
Fuera de los muros, en los alrededores y en el campo vivía el “laos”, el pueblo “multitud”, la mayoría, que eran los/las sirvientes, artesanos y trabajadores que producían los alimentos, el mobiliario y demás necesidades de los “ciudadanos”. El “laos” era la muchedumbre que pagaba los impuestos para mantener a los poderes establecidos, a los del palacio real, los militares del cuartel, los administradores del “almacén” y los sacerdotes del templo. “Cratos” quiere decir “poder”. Esta es la demo-cracia que heredamos. Ha tenido avances y retrocesos, en la perenne lucha de intereses, cuando quienes integran el “laos” logran atravesar el muro para instalarse en la plaza pública y ser parte de la asamblea ciudadana, del “demos”. Ocupar el lugar de “ciudadano/a” ha requerido y requiere el tironeo constante, porque los espacios de debate y decisión nadie los regala. Se logran con organización y empuje, no en forma individual, sino juntos, con otros/as.
De la democracia liberal que prioriza la libertad, a la democracia popular que prioriza la justicia. A veces se establece la falsa opción entre “consenso” y “conflicto”, cuando en realidad se trata de procesos sociales donde dialogan o se enfrentan intereses, casi siempre contradictorios, en condiciones desiguales. Romper los muros de la exclusión es el ejercicio laocrático, del “pueblo multitud” que llega a la plaza (el ágora) para debatir, resolver y ejecutar derechos y deberes ciudadanos; y así ser parte de las decisiones de gobierno.
Hemos apelado a la herencia griega, con estos dos significados de la palabra “pueblo”, que aprendimos de Sandro Gallazzi, un amigo especializado en Biblia, que nos ayudó a valorizar la democracia con sus posibilidades y sus limitaciones.
El desafío, la apuesta es pasar de la Democracia a la Laocracia. De a pasos, en procesos y retrocesos, tal como es la experiencia histórica. De la democracia formal a la democracia real; de la democracia liberal a la democracia popular; de la democracia restringida a la democracia participativa; de la democracia político-jurídica a la democracia socio-económica y político-cultural.
A título ilustrativo, el uruguayo Julio de Santana, sociólogo y teólogo de la iglesia metodista, y cofundador del Frente Amplio, sostenía en 1991: “La vida democrática está íntimamente ligada a la existencia de una sociedad civil fuerte, bien estructurada, que exige el crecimiento y articulación de los movimientos populares. La fuerza de la sociedad civil en América Latina y el Caribe, en la cual los sectores populares constituyen la gran mayoría de la población solo puede provenir de las propias organizaciones. Es evidente que las mismas deben aumentar en número y fuerza social. La democracia de nuestro tiempo reclama participación, motivo por el cual las formulas clásicas de democracia representativa hoy resultan anacrónicas. En realidad, ellas no abren espacio suficiente de participación popular. Entre las expectativas populares más sentidas está la de poder tomar parte de manera constante en procesos de decisión que afectan claramente la vida del pueblo. Las formas de vida democrática tienen que estar afirmadas junto a mecanismos que de alguna manera regulen la economía de nuestros países. El “dejar hacer” que algunos ideólogos liberales exigen para las fuerzas económicas acaba dando más libertad a las empresas y menos libertad para el pueblo y ciertamente menos autonomía para la nación. Este imperativo democrático solo podrá ser concretizado por aquellos que tienen un interés real por la participación popular, por el fortalecimiento de la sociedad civil y la justicia social. (Tiempo Latinoamericano, 39).
Las formas y las sensibilidades….
La democracia aparece dogmatizada. Y con ello, mágica. Pero la historia indica procesos y retrocesos, donde el reparto de la manija de los poderes, se amplía en base a la institucionalidad de los derechos y deberes.
Aunque sabemos que la democracia se construye cotidianamente, y de diversas formas, subyace la idea como “solucionadora” de todos los problemas, y ya!. Como no existen soluciones milagrosas, esa “sacralización” de la democracia, conduce a la decepción y el descreimiento. Este fenómeno se amplía en los sectores populares, más distantes de los lugares políticos de decisión. Por eso la democracia representativa se torna insuficiente. Y el sistema de partidos políticos se degenera, alejándose de la gente, cuando considera al pueblo como cliente y no como ciudadano. Ya no interesan las unidades básicas o comités donde canalizar las demandas ciudadanas. Sino las alianzas o armados electorales que aseguren la disputa de votos y algunos lugares en las listas de candidatos.
Uno de los principales problemas de la democracia es quién hegemoniza los procesos sociales y maneja los poderes reguladores de la convivencia social. En estas experiencias, las mayorías populares –que no disponen de tiempo para debatir en el “ágora”– llevan las de perder. Porque las instituciones jurídicas o legislativas resultan más inaccesibles a los pobres, que no pueden hacer “roscas” para hacer aprobar leyes que regulen sus derechos, etc….
Sin embargo, la historia también demuestra que al crecimiento de la conciencia y la sensibilización de la experiencia, le siguen y se establecen herramientas que hacen al ejercicio democrático. Así crecieron los derechos individuales y sociales. Las acciones participativas y de organización popular, no sólo hace visible al sujeto colectivo, que llamamos pueblo, sino sus diferentes modos de articular sus demandas para ejercer sus propios espacios de poder social.
Atravesar los muros es un desafío y una tarea que difícilmente pueda hacerse con un solo paso. Las relaciones de fuerzas concretas y palpables nos enseñaron, que el camino, tiene sus obstáculos, sus piedras, sus intereses contrarios, también sus armas, sus bancos, sus medios de comunicación y su progreso tecnológico no compartido, que requieren de respuestas elaboradas, participadas, organizadas, sin despreciar ninguna forma para beneficio popular. El mayor protagonismo radica en la fuerza de la participación organizada y articulada entre los distintos sectores con intereses comunes, aunque tengan sus propias particularidades. Y se llega al “ágora”, la “plaza pública”, andando por las calles que también son públicas. Nunca encerrados en la suerte individual, aunque nos atoren con prédicas de meritocracias o salvaciones milagrosas.
* Ex detenido político. Director de Tiempo Latinoamericano. Biógrafo del Obispo Enrique Angelelli. Ex secretario de Derechos Humanos de la Municipalidad de Córdoba. Ex Delegado del Banco de la Provincia de Córdoba. Ex dirigente de la CTA Córdoba