La telaraña del Teletrabajo

Por Pablo Marrero*

El horario de atención al público se había cumplido y las puertas del banco ya estaban cerradas. El almuerzo era distendido y como siempre a pura charla.

-Es fantástico-dijo Nora, nuestra compañera cajera de la sucursal.

Se refería a la gente que tenía la suerte de trabajar desde su casa. Todavía no le llamábamos teletrabajo.

-Te ahorrás el tiempo de viaje, te acomodás los horarios, cuando tenés ganas te preparas un mate. Estás en tu casa y es como si no trabajaras- comentó Raúl, activador comercial.

Así que, meses después, pandemia de por medio, yo recibí con entusiasmo la propuesta del gerente de la sucursal de trabajar desde mi casa. Mi función sería llamar a una lista de clientes para venderles distintos productos que
ofrecía el banco para su profesión, comercio o empresa.

A la semana me trajeron a mi domicilio una computadora y un celular, pero no me dejaron la silla ergonómica que había solicitado para proteger a mi sufrida espalda.

A pesar de la ausencia de la silla fue un lunes que arranqué mi labor con entusiasmo, con la promesa que durante la semana me llegaría.

Nos organizamos las oficinas con Sofía. Mi señora trabaja por su cuenta, con varios programas instalados en su computadora y, también, con su celular, contactándose con los clientes. A ella le tocó la pieza y a mí la cocina.

La primera semana todo marchó más o menos bien e incluso disfrutamos descansos en común en el jardín observando los brotes que ya empezaban a nacer en los árboles. “Esto está bueno”, nos dijimos, sin darle relevancia a los pequeños inconvenientes, como los gritos que se mezclaban cuando ella hablaba con sus clientes y yo con los del banco o cuando Sofía, sin darse cuenta, venía a la cocina y ponía el televisor a todo volumen para desenchufarse un rato, o cuando yo iba a la pieza a recostarme un rato en la cama para aliviar mi dolor de espalda y la encontraba a ella en plena batalla telefónica con algún proveedor.

Tampoco le di importancia al hecho que el sábado tuve que hacer algunas llamadas ya que estaba retrasado con la lista que me habían dado para contactar. El domingo descansé y disfrutamos de un rico asado.

El lunes a la mañana me llamó el gerente consultándome como iba con mi trabajo y me sugirió que le pusiera más pilas. Cerca del mediodía vino Nati, una amiga de Sofía que habla a los gritos y tuve que mudar mi oficina a la pieza,
haciendo malabares para acomodar la computadora arriba de mi mesita de luz y trabajar sentado en la cama. Pasada una hora mi cintura estaba insoportable.

El miércoles de la segunda semana de trabajar en casa se cortó internet y faltó durante toda la mañana. Tuve que ponerme a trabajar por la tarde y dejar de lado mi clase virtual de stretching que tomo los miércoles y viernes a las 18 horas. Cené sin intercambiar palabras con Sofía. Una nube de mal humor rondaba mi cabeza.

Fue el lunes, comienzo de la tercera semana de mi nueva modalidad laboral, que me llamó el gerente para decirme, con toda amabilidad, que tenía hasta el viernes para terminar con la lista y que debía colocar un producto al menos al
veinte por ciento de los contactados. “De tus resultados depende el cumplimiento de los objetivos de la sucursal”, me comprometió. “Vos podés”, me alentó. En cuanto a la silla ergonómica me anunció que en la semana me estaba llegando.

Esa semana trabajé bastante más de las siete horas y medias que marca el Convenio de mi gremio, sin ninguna expectativa de cobrar horas extras. Logré contactar al noventa por ciento de la lista: Todo un éxito. Coloqué una tarjeta de crédito y un seguro de vida: Un verdadero fiasco. Así me lo hizo saber el gerente que de inmediato me pasó otro listado, como dándome otra oportunidad.

Yo me encargué de aclararle que nunca había realizado ese tipo de trabajo, que no era mi función y que no era capaz de vender absolutamente nada. “Vos podés”, me contestó. De la silla, ni noticias y mi espalda ya se había enterado.

Pasado un mes de teletrabajo nuestro “nido de amor” se había convertido en dos oficinas con computadoras, celulares, papeles, lapiceras, reglas, todo esparcido a lo largo y ancho de la casa. Solo el baño indicaba que eso era un
hogar.

En una de las cenas inicié una conversación con Sofía, que me escuchaba en silencio. Le hablé de las paritarias que aún no se discutían y ya habíamos pasado mitad del año, sobre el protocolo de prevención del COVID-19, que en
muchos bancos no se estaba cumpliendo, sobre la situación económica y los clientes más atentos que me decían que en estos momentos no necesitaban nada, gracias y los más desconsiderados que directamente me cortaban. Sobre
mi espalda que cada vez me dolía más.

-Todo eso lo tenés que charlar con tus compañeros- me contestó.

Sí, pero ellos están en la sucursal y yo acá, pensé.

Un día me desperté y no pude levantarme de la cama. Lo intenté, pero al darme cuenta que no lograba agacharme para ponerme las zapatillas me volví a acostar. Con la mirada puesta en el techo pensé en mis compañeros, en las
bromas, en los almuerzos donde charlábamos sobre nuestros problemas personales y los comunes como laburantes. Noté que los extrañaba. Noté que los necesitaba. Después hice un repaso de lo que había sido mi trabajo todo ese tiempo y me di cuenta que las horas que me ahorraba en viaje lo terminaba trabajando de más, sin darme cuenta, para cumplir con el objetivo que me había encargado el gerente.

En cuanto a lo que me ahorraba en plata por viaje o almuerzo lo gastaba en luz, agua, yerba, café, galletitas, que en la sucursal lo paga el banco. Y ni hablar de la Internet. Es cierto que estaba más en casa, pero yo quería una casa y no una oficina y la verdad que extrañaba llegar de mi jornada cansado y compartir un mate con Sofía y contarnos pausadamente los avatares que nos había traído el día a cada uno. Un momento placentero, amable. Esa amabilidad que desde hacía varios días se había troncado en gruñidos.

Al fin pensé que el teletrabajo es como una telaraña de promesas que poco a poco te envuelve y cuando te das cuenta ya estas atrapado y te cuesta salir. Decidí que ese no sería mi caso. Llamé al trabajo para que me enviaran médico.
Después del mediodía escuché en el teléfono la voz del gerente que me preguntaba sobre el estado de mi espalda. Le dije que muy dolorida, que me habían recetado unas inyecciones desinflamatorias y, que según el médico, no podía seguir trabajando sin una silla adecuada. Y agregué: “Ni bien pase esto de la cuarentena yo quiero volver a la sucursal. Vuelvo a mi puesto de trabajo”, afirmé, lo saludé con amabilidad y, aduciendo que llamaban en la puerta de
casa, le corté.

Recuerdo que esa noche, después de un par de inyecciones, estaba bastante aliviado. Sofía preparó una cena espléndida: carne al horno con papas y batatas. Yo descorché una botella de vino y serví un poco en cada copa.
Comimos en paz, con intercambio suave de palabras, con sonrisas y un par de brindis. Hacía más de un mes que no sucedía eso.

*Escritor. Secretario de Prensa del Sindicato de Trabajadores y Trabajadoras de Entidades Bancarias y Financieras (SITEBA-CTA)