Río Tercero, el recuerdo, los 24 años de la voladura de Fábrica Militar y una crónica inconclusa

El 3 de noviembre de 1995, se producía la voladura de la Fábrica Militar, hecho determinado por la Justicia como intencional, un atentado, sin eufemismos. A un año de que se cumpla un cuarto de siglo, para quienes padecieron aquella locura, las imágenes y los sonidos, aún persisten en la memoria.

Por Fabián Menichetti

No solo fue una jornada. No solo fue un mes. No solo fue un año. Todo se extiende en el tiempo, en el ahora y lo hará también en el mañana. Es una crónica, eternamente inconclusa.

Para los riotercerenses y, especialmente, para quienes perdieron a un ser querido o sufrieron heridas que llevan para siempre, lo sucedido en 1995, cuando estalló la Fábrica Militar, permanece aún fresco en la memoria.

Aun, quienes apuestan al olvido como cicatrizante, no pueden evitar rememorar lo sucedido, si es que en esa jornada se encontraban en Río Tercero.

Fueron, entonces, 44 mil historias que partieron de la misma historia: la barbarie que atacó a una industria estatal y a la ciudad en la que estaba asentada.

Si no puede comprenderse lo ocurrido hace 24 años, como algo que trascendió las fronteras no solo de los riotercerenses, sino también las del país, en un contexto internacional que generó semejante atrocidad, no puede dimensionarse el hecho en sí mismo.

Tampoco puede ejecutarse un análisis racional, no considerando que se vivía en un contexto de desmantelamiento y demonización de todo lo que fuera estatal.

La Fábrica Militar, que se estableció en Río Tercero antes de mediados del siglo 20 fue (aún lo sigue siendo) la industria madre y uno de los motores económicos de la comunidad.

Río Tercero se transformó en pueblo con el ferrocarril y pasó a ser una ciudad con el establecimiento estatal. De sus épocas de esplendor, cuando llegó a contar con casi dos mil agentes, en el prólogo del siglo 21, luego de los estallidos que la conmovieron, el plantel laboral apenas llegaba a los 196 trabajadores.

La industria, cuya producción se reparte en dos divisiones, mecánica y química, por entonces, luego de la voladura, observaba como el primer sector había sido prácticamente desmantelado. Ya no existía.

Si bien la fabricación de armas de guerra fue la génesis de su nacimiento, la elaboración de elementos con fines civiles en ambas plantas, también marcaría uno de sus perfiles productivos. Como ejemplo, basta citar la reparación y fabricación de vagones.

La industria inclusive había generado el nacimiento de una escuela de aprendices, que luego de egresar pasaban a formar parte de la mano de obra calificada que tenía el establecimiento.

En la planta, además, claro, se producían proyectiles de guerra. Muchos de ellos, fueron los que volaron sobre la ciudad en 1995.

Como está señalado, en un contexto de achicamiento y falta de presupuesto, se produciría el estallido de la planta en donde eran cargados los mismos. Posteriormente explotarían los depósitos, galpones sin ninguna protección, que se encontraban junto al barrio Las Violetas.

Fueron tres estallidos que se escucharon a decenas de kilómetros y cuya onda expansiva avanzó sobre toda la ciudad. Los barrios cercanos serían los más afectados. A las 9 se producía la primera gran explosión; a las 9.15, la segunda; y a las 9.30, la tercera.

Desde allí, la sucesión de estallidos menores, se propagaría durante todo el viernes 3 y se reiterarían en la tarde del sábado 4 con elementos que se encontraban diseminados en los predios de la planta.

Miles de proyectiles de guerra y esquirlas, se esparcirían sobre la ciudad. Se producía, además, una evacuación espontánea de los vecinos a campos y poblaciones cercanas, mientras otros, resistían en sus casas, soportando el bombardeo de una guerra inesperada.

El resultado de aquella locura: siete personas fallecidas, más de 300 heridos, barrios literalmente arrasados, los más cercanos a la industria, y el resto de la ciudad, con cuantiosos daños materiales.

El  viernes, llegaban a la ciudad autoridades nacionales, y el gobernador Ramón Mestre. Por la tarde, arribaría el entonces presidente Carlos Menem. Ante los medios de prensa, el mandatario, aseguraba que se había tratado de “un lamentable accidente”, una aseveración apresurada, considerando que no existía aún ningún peritaje.

Ante la repregunta de otra periodista, el gobernador Mestre, a su lado, reiteraba lo expresado por Menem, que se había tratado de un accidente. El discurso oficial, era claro y tenía un solo sentido: aseverar el hecho fortuito.

El viernes 24

La crónica del horror, proseguiría. Muchas familias se habían reencontrado, otras habían regresado a sus casas, en algunos casos severamente dañadas, y decenas de personas, aguardaban en la Unidad Turística de Embalse, en donde habían sido alojadas.

El viernes 24 de noviembre, dos semanas después de las primeras explosiones, cuando la sociedad trataba de retomar la normalidad perdida, los proyectiles recolectados y acumulados en el polígono de tiro, estallaban, multiplicando el impacto emocional en la comunidad.

Los mismos, habían sido apilados, como está señalado, en ese sector de la planta, en cercanías del río Ctalamochita (Tercero). Gendarmería Nacional, había sido la responsable de ejecutar esa tarea.

Un fuego inicial, y posteriormente, otra explosión, no tan potente como las de hacía dos semanas, pero con efectos en la sociedad que fueron, emocionalmente, devastadores. Nadie ya se encontraba seguro.

El entonces director de la industria, Jorge Cornejo Torino, era desplazado del cargo, ocupando interinamente ese lugar, otro militar, procedente de la DGFM, Edberto Gonzáles de la Vega.

Luego de aquella segunda jornada aciaga, los proyectiles comenzarían a ser trasladados a cárcavas ubicadas en el sector oeste de la ciudad, alejadas del sector urbano.

Quienes debieron realizar esa tarea, fueron efectivos de la Policía de Córdoba. Los mismos, con escasos elementos que preservaran su seguridad, en algo que muy poco se consideraría luego, debían realizar esa tarea. Levantaban los proyectiles, eran arrojados a un camión, trasladados a las cárcavas, y allí detonados.

Los uniformados provinciales, en muchos de los casos, vecinos de la ciudad, tanto el 3 como en los días posteriores al 24, ejecutaron una ardua tarea, primero en medio del desastre, luego, en el traslado de los proyectiles.

También, debe rescatarse, entre el trabajo realizado por aquellos días, para mitigar el dolor de quienes habían sufrido semejante locura, la tarea de los Bomberos Voluntarios, cuyo cuartel se convirtió en el centro operativo, con servidores públicos llegados de diferentes poblaciones, además del personal de los servicios de emergencia.

A esto debe agregarse a otras personas, que trabajaban en el municipio, en la cooperativa, en establecimientos privados, instituciones locales y de la región, o simplemente vecinas y vecinos, que sin ser parte de ningún estamento público o privado, pensaron, con actos solidarios, en ayudar a quienes más lo necesitaban.

Los medios locales y de la zona, especialmente, con los radioaficionados, trabajaban en las prioridades, más que en el tratamiento de la noticia. La principal: contactar a familias que estaban separadas, que no conocían sus integrantes, en dónde estaban sus seres queridos.

El caso de LV 26, la única AM de la zona, fue especial: quienes formaban parte del plantel, no pensaron en programas o turnos laborales. Se abocaron, en cualquier horario, a realizar esa tarea.

Luego, con el tiempo, por ese desastre, y por lo que representaba en lo social, se decidió que transmitiría las 24 horas. Así nacería el programa “Sereno”.

El dolor, el temor y el pedido de Justicia

Con los meses, las heridas no se cerraron. Solo se disimularon. Y de la creencia en un accidente, se pasó a la convicción del atentado, que ratificaría la Justicia a casi dos décadas de lo sucedido.

El primer juez instructor, Luis Rodolfo Martínez, de Río Cuarto, se mantendría en la teoría accidental, con tres hipótesis para el inicio del fuego que, según aquella presunción, había provocado la primera gran explosión.

Aquellos supuesto iniciadores, eran los siguientes: el efecto lupa de los rayos del sol, generado por los vidrios del tinglado de la Planta de Carga, que habrían encendido la hojarasca del sector; la colilla de un cigarrillo en un tambor con trotyl; o las chispas del montacargas Yale número 13, que no contaba en su escape con el apaga llamas reglamentario.

Dos pericias, la de 1998 y la de 2003, derrumbarían las tres hipótesis. La querellante penal Ana Gritti, viuda de uno de los fallecidos, era quien recorría los pasillos de la Justicia y los medios insistiendo que no se había tratado de un hecho fortuito.

El entonces exjefe de la Planta de Carga, Omar Gaviglio, imputado por estrago culposo, sostenía lo mismo, aportando, además, elementos de prueba, como documentación que había retirado luego de las explosiones, en donde constaba que había solicitado un mayor presupuesto para la seguridad. El juez Martínez lo absolvería.

En la pericia de 1998, la evaluación química del trotyl enviado desde Azul para colocar en el tambor, realizada en Villa María, determinaba que estaba adulterado. Se encontraba en el mismo rastros de aluminio, lo que propiciaría una rápida ignición, abonando la teoría accidental.

Aquella prueba se realizaría finalmente con el trotyl extraído de los proyectiles que había despedido la industria.

El perito oficial Marcos Sales, luego sorprendería con una conclusión inesperada. Según Sales, el operario que comandaba el montacargas había chocado el tambor y, por la fricción, se había encendido el material que se encontraba en el interior del mismo.

Era evidente: se intentaba colocar a los trabajadores como los responsables, cuando en realidad habían sido las víctimas de semejante desastre, tanto por las condiciones en las que debían desarrollar sus tareas, como por el impacto, en su lugar de trabajo, de lo acontecido.

El juez Martínez ordenaría una reconstrucción en el lugar del hecho. Al operario que manejaba el montacargas le ordenó que recreara lo que había sucedido en aquella mañana. Pasaría, una, dos, tres veces, a medio metro del tambor. La hipótesis de Sales se derrumbaría por efecto de la realidad.

La pericia de 2003, determinó que en el tambor se podría haber colocado otro elemento para que tomara fuego y detonara.

El perito de parte de Gaviglio, Alfredo Hraste, había señalado previamente que el fuego había sido una cortina de humo, pero no el motivo de la explosión del tambor.

Es más, señalaba que antes de ser rápidamente limpiado el sector, se habían tapado dos cráteres, oportunamente fotografiados. Los mismos, sostenía el técnico, demostraban la existencia de una explosión y una contra explosión para direccionar el estallido hacia la ciudad y que no afectaran a las plantas químicas.

Dos policías, en uno de los móviles, habían concurrido al lugar, en la noche previa. Un llamado había alertado que en el sector de la planta de carga, se observaban movimientos extraños. Al llegar, personal militar de la industria les indicó que no era su jurisdicción y no tenían nada que hacer en el lugar.

Sin embargo, los efectivos, recorrieron cuando se marcharon, una de las calles paralelas, la Arenales, desde donde se podía observar la Planta de Carga. Efectivamente, observaron movimientos en el lugar. Luego, señalarían lo que habían visualizado en la Justicia.

Una vecina de barrio Las Violetas, además, con su casa cercana al perímetro fabril, también declararía que en aquella noche del 2 de noviembre, había escuchado sonidos en el sector, algo que no era común, a esa hora, que sucediera.

Otro vecino, que solía dejar su camión tanque, en cercanías del perímetro fabril, fue visitado por personal militar señalándole que debía retirarlo del lugar. Extraño, porque era la primera ocasión que se lo solicitaban.

Con el paso del tiempo, la presunción de un atentado, comenzó a convertirse en casi una convicción. Primero fue el juez Martínez, en la etapa inicial de la instrucción, el que estuvo a cargo. Fue llamado un especialista estadounidense, experito del FBI, para solicitarle su opinión.

El mismo, cuando había pasado demasiado tiempo, solo sostuvo que habían sido las chispas del montacargas, las generadoras del desastre, sustentando así la teoría del accidente, consecuente con el discurso oficial.

La causa, en un momento, se quedaría sin magistrado, al inhibirse el juez Martínez, cuando fue denunciado por Gaviglio. Sería nombrado luego, camarista en Córdoba.

Por sorteo, un abogado del fuero civil de Río Cuarto, Diego Estévez, por sorteo, quedaría como conjuez. Luego de una nueva instrucción, concluyó que había sido un accidente, absolviendo a los exmilitares procesados.

Aquello fue apelado. El conjuez debió responder preguntas en el Consejo de la Magistratura, que derivó la decisión a una cámara de Córdoba, que anuló esa resolución.

Se hizo cargo, luego, como subrogante, el juez federal de Bell Ville, Oscar Valentinuzzi, quien concluyó que se había tratado de un atentado, procesando a quienes habían tenido cargos jerárquicos en la industria y en la DGFM, además del expresidente, Carlos Menem.

Finalmente, ya con un juez titular en Río Cuarto, Carlos Ochoa, los fiscales Carlos Gonella y Guillermo Lega, solicitaron la elevación a juicio de la causa. Carlos Menem, ya no se encontraba entre los procesados. Había sido beneficiado por un fallo de una cámara cordobesa.

Con los años, la misma cámara, con otra composición, volvería a procesar al exmandatario, por lo que está abierta la instancia de un segundo juicio.

El juicio fue en 2014, con cuatro exmiltares acusados los magistrados del Tribunal Oral Número 2 de Córdoba, le otorgarían la razón a Gritti y Gaviglio: la industria había sido el centro operativo de un contrabando de armamentos y las explosiones, el móvil para borrar las pruebas del faltante de proyectiles, producto de ese ilícito.

Ya no estaba Ana Gritti. Había fallecido en 2011. En la querella estaban sus dos hijas, patrocinadas por los abogados Aukha Barbero, Horacio Viqueira y Ricardo Monner Sans.

Además, los jueces, concluían que las explosiones, tal como lo habían planteado los peritos en 2003, habían sido direccionadas hacia el sector urbano, como lo había sostenido Hraste, para que no afectaran a las plantas químicas, lo que hubiera provocado una tragedia aún mayor. En aquella pericia, además, se había concluido que la falta de inversión en la industria, había sido el escenario propicio para que se hubiera perpetrado el atentado.

Fueron condenados por “estrago doloso agravado por la muerte de personas”, cuatro exmilitares que habían tenido cargos jerárquicos tanto en la industria como en la Dirección General de Fabricaciones Militares.

Los mismos, luego, deberían cumplir condena efectiva, según lo determinada la Justicia, pero ello sucedería tres años después.

Se trata de Jorge Cornejo Torino (en 1995, director de la fábrica); Marcelo Diego Gatto (jefe producción en aquel momento de la planta); Edberto Gonzáles de la Vega y Carlos Franke (ambos con cargos jerárquico en la DGFM).

El después de la voladura en la fábrica

Un año después de la voladura, el Gobierno, bajo una denominada “reconversión laboral”, había decidido despedir a 424 trabajadores de la industria.

Luego, se intentarían vender predios de la misma. Muchos denunciaban que aquello sería el inicio del camino hacia la total privatización de la planta estatal.

El gremio de ATE se oponía, sosteniendo que se estaba propiciando, con aquella operación, un millonario negocio inmobiliario. Paradójicamente, lo ocurrido en 1995, evitaría que esa venta se produjera. Por estar los predios bajo investigación judicial, no podían ser vendidos por el Estado Nacional. La industria, como la ciudad, se encontraban aún conmocionadas por lo sucedido. Todo estaba demasiado fresco en la memoria.

Luego de 2003, se comenzaría a recuperar el sector metalmecánico. En la fábrica, además, ya no se cargaban proyectiles. La posibilidad de reparar y fabricar vagones (lo último no ocurrió), con una inversión millonaria, además de la elaboración de otros elementos, potenciaron esa área de la industria, que se encontraba abandonada.

De 196 trabajadores se pasó a más 500, la mayoría contratados. La continuidad de esos puestos y contratos es por lo que se estuvo reclamando en los últimos años. Entre 2017 y 2018, fueron despedidas en la planta 100 personas.

Por otra parte, la causa civil, en donde miles de riotercerenses le reclamaron al Estado por daños físicos, morales y psicológicos, se transformó en una ley de adhesión voluntaria (los demandantes desistieron de la acción judicial), aprobada y promulgada en 2015. Hasta hoy no está en vigencia. Las dilaciones en el pago, se extendieron, por diferentes circunstancias, más allá de la reglamentación de norma en 2017.

A 24 años de lo sucedido, no es sencillo comprender lo que trascendió en el tiempo, con millones de esquirlas que hirieron no solo cuerpos, sino miles de almas.

Es imposible hacerlo si no se considera el contexto del antes, el durante y el después de la “voladura” o las “explosiones”, eufemismos utilizados por los medios y parte de la sociedad para calificar aquel atentado.

Aquellas explosiones, sin dudas, surgieron de la corrupción enquistada en el poder, pero también de un desguace en los ’90 de todo lo que fuera estatal, además de un esquema geopolítico internacional que tuvo a la industria y a la ciudad como a dos de sus víctimas.

Los fiscales Gonella y Lega, cuando solicitaron la elevación a juicio de la causa, consideraron que la década del ’90, se había caracterizado por la adhesión irrestricta de los gobiernos (de Latinoamérica), salvo excepciones, a los lineamientos del Consenso de Whasington. Además, apuntaban en un repaso, al plan económico de desregulación y privatizaciones de las empresas del Estado que se implementó en aquellos años.

Observar una parte de lo sucedido, lo más cercano, u observar el todo, más allá de las fronteras del país y la sumisión del mismo a poderes internacionales, en el marco de un modelo, no solo de un gobierno, que propendía a achicar el estado, sin medir las consecuencias. O sí. Eso es algo, que pocos, escasos, consideran.

La industria, si bien fue creada para dotar al país de elementos para la defensa nacional, se caracterizó, y aún lo hace, por su capacidad para elaborar elementos de uso civil, como vagones y químicos. Los artefactos para la defensa, en tanto, se utilizaron, paradójicamente, en un complejo entramado internacional, despojando inclusive a los arsenales del Ejército Argentino, para atentar contra una desprotegida ciudad.

Con los años, muchos en la ciudad, aunque no todos, comprendieron que la fábrica no había sido la victimaria, sino también la víctima de un modelo que no solo intentó desmantelarla y debía ser defendida, por lo que representaba históricamente para la comunidad, económicamente y emocionalmente.

Siete muertes directas, más de 300 heridos y cuantiosos daños materiales, dejó aquel hecho.

Hasta 2016, en la Departamental Tercero Arriba de la Policía, por orden de la Justicia, se encontraba aquel montacargas Yale Número 13, el sospechado de causar con las chispas de su escape semejante desastre.

El tiempo demostraría que no había sido el responsable. Sin embargo, por años, sería el único que cumpliría una condena.

Fuente: 3rionoticias.com.ar