En los caminos polvorientos del Chaco, en cada rincón olvidado por la justicia y la bondad, el nombre de Isidro Velázquez aún late. Fusilado por la policía el 1º de diciembre de 1967, su leyenda aún perdura.
Para algunos, fue un hombre valiente, un héroe que robaba a los ricos para aliviar la miseria de los pobres; para otros, un bandido cuyas hazañas desafiaban el orden y la ley.
Sin embargo, en los cuentos que corren entre las sombras del monte y los susurros de los esteros, Isidro era algo más: un espectro indomable, una leyenda imposible de atrapar.
Se dice que Isidro Velázquez, oriundo de Mburucuyá, tenía un alma tan salvaje como el aguará guazú, y que su mirada, al igual que las aguas del río Paraná, reflejaba el dolor y la fuerza de un pueblo olvidado. Cuando emigró al Chaco, su destino comenzó a torcerse.
Allí, en la vasta tierra chaqueña, junto a su hermano Claudio y otros compañeros, empezó a desafiar el destino de aquellos que no tienen nada que perder. El paso de Isidro y su banda era como un viento que sacudía los campos: nunca se sabía cuándo aparecerían, pero cuando lo hacían, dejaban una marca indeleble.
La leyenda cuenta que Isidro tenía una suerte extraña, casi sobrenatural.
Cuando la policía estaba cerca, el monte se volvía su refugio; el sonido de los chajás y el crujir de las hojas parecían señalar el camino de su escape. Más de una vez, los guardias que lo perseguían aseguraban haberlo visto desaparecer en la bruma como un fantasma, dejando solo el eco de sus pisadas en la tierra.
Los pobladores rurales lo acogían en sus casas, le brindaban comida y resguardo.
Y es que Isidro no era visto solo como un bandido, sino como un símbolo de esperanza, alguien que, a pesar de todo, resistía.
Él compartía el botín con aquellos que le ayudaban, les ofrecía alimento, medicamentos y consuelo.
Los niños corrían a verlo como si se tratara de un héroe de cuentos, y las madres susurraban su nombre con respeto y gratitud.
Pero la suerte de Isidro comenzó a mermar. Primero perdió a su hermano Claudio, luego a su fiel amigo Tolentino.
En esos días, se decía que el chamamé de “Los Velázquez” sonaba como un lamento, y la gente lo cantaba en voz baja, temerosa de la ley pero fiel a su recuerdo.
Las noches en el monte se hicieron largas y solitarias para Isidro, y en cada hoja que crujía encontraba un eco de sus viejos compañeros.
La leyenda alcanzó su fin trágico un 1º de diciembre de 1967, cuando la policía lo atrapó junto a Vicente Gauna.
Su cuerpo, fusilado y expuesto en Quitilipi, se convirtió en un trofeo para sus enemigos, pero su espíritu no se dejó vencer.
En el paraje Machagai, donde yace su tumba, comenzaron a aparecer flores y velas, como si las almas de aquellos que ayudó volvieran para rendirle homenaje.
Aunque la policía intentó arrancar las ofrendas y borrar su memoria, el nombre de Isidro se mantuvo vivo.
Con el tiempo, su historia se convirtió en un susurro, una oración clandestina que solo los corazones valientes podían oír.
Y cada 1º de diciembre, en el cruce Pampa Bandera, el ritmo del chamamé revive su nombre entre miles de personas que bailan y cantan por su recuerdo. Allí, entre los acordes y el polvo que levanta el zapateo, Isidro Velázquez, el hombre y la leyenda, reaparece. Quizás traicionado y vencido en la vida, pero invencible en el espíritu, como si los mismos chajás y el monte lo guardaran en su canto eterno.
Fuente: Senderos del Litoral