La crisis de los cohetes (Parte II)

Por Manuel Justo Gaggero*

Recuerdo que soplaba una brisa, que refrescaba la tarde, en el malecón habanero, cuando caminaba hacia el Hotel Riviera para encontrarme con John, Alicia y el Gringo Agnellini; el compañero con el que estábamos movilizados, en una playa cercana, respondiendo al alerta máxima dispuesto por el Gobierno Revolucionario.

Venía de la parte vieja de la Ciudad, colmada de multitudes, de vidas y de historia en donde residía una amiga cubana, Elisa, que estudiaba teatro en la Escuela de Instructores de Arte creada por la Revolución —el Seminario de Dramaturgia lo dictaba nuestro compatriota Osvaldo Dragún—.

Habíamos programado, la noche anterior, una reunión a la que, probablemente, asistiera el Che, para analizar la crítica situación que atravesaba Cuba, en aquellos días de septiembre de 1962.

Al acercarme al lugar pude observar las baterías con los cañones de 80 mm que vigilaban la entrada al puerto.

Era la respuesta al “Operativo Mangosta” que preparaba el Pentágono norteamericano para invadir la Isla de la Libertad, ante el fracaso de sus reiterados intentos para desalojar del poder a los revolucionarios.

Unos meses atrás, y como parte de la política de aislar a la Revolución, habían logrado que la Organización de Estados Americanos, la OEA, denominada por Fidel el “Ministerio de las Colonias”, expulsara de su seno al primer país socialista de América.

Al ingresar al departamento del “Gordo” -John William Cooke- me encontré con Alicia Eguren, su compañera, y otros amigos que discutían, acaloradamente, en torno a los problemas que estaba ocasionando el bloqueo o “cuarentena” decretado por Washington, que incluso impedía el ingreso de los buques petroleros soviéticos.

Se hacían diferentes conjeturas respecto a la posición de la URSS en el conflicto, ya que el anuncio de Fidel de que “los cohetes son la garantía de la soberanía cubana” había sido recibido en el Kremlin con preocupación.

Al rato llegó el Che, con uno de los compañeros de la custodia, y expuso la posición del partido y del gobierno, señalando que confiaban en el apoyo de la Unión Soviética y que pensaban que los yankys no pondrían en peligro la paz mundial con una agresión que, sin duda, iba a ser respondida con todo el equipamiento que aportaron los soviéticos.

Efectivamente, en la operación “Anadyr” se habían desplegado en la Isla, misiles balísticos de alcance medio, bombarderos y una división mecanizada del Ejército Rojo.

Contó, además, que había estado esa tarde con el Jefe de las tropas misilísticas de la URSS, que le había manifestado que se sentía un cubano más y que estaba dispuesto a morir, en defensa de esta nación, a la que admiraba, por su historia y por los logros alcanzados, en estos últimos años; desde el triunfo de la Revolución.

John escuchaba con atención y cuando terminó la exposición del Comandante, manifestó que tenía diferencias con este análisis.

Que la experiencia de haber participado en la gestión de gobierno del primer peronismo 1946-1955 le hacía ser muy desconfiado con respecto a las posturas del Kremlin.

Las experiencias de la República Española, e incluso la guerra actual en Vietnam, revelaban —agregó- que en muchas ocasiones los soviéticos habían privilegiado su situación nacional, por sobre el apoyo que debían dar a los pueblos que luchaban por su liberación.

Terminó diciendo que entendía que entre el planteo de Trotsky de la “Revolución Permanente” y el de Stalin de la “Guerra Patria”, había que encontrar una correcta posición intermedia que, sin perder de vista el carácter de potencia mundial de la URSS, prestara el respaldo que los pueblos necesitaban en sus luchas independentistas.

El Che, con afecto, pero con firmeza, le interrumpió, señalando que le parecía un tanto “macartista” -en alusión al senador republicano estadounidense Joseph McCarthy, 1947-1957- que había desplegado una verdadera “caza de brujas” anticomunista en los Estados Unidos a finales de la década del 40.

Entendía, porque conocía a la dirigencia, que tuviera una absoluta desconfianza en el Partido Comunista Argentino, que también sabía de las limitaciones de algunos de los funcionarios del Kremlin, pero estaba seguro de que no iban a abandonar a Cuba.

La conversación siguió, durante varias horas, en la misma dirección.

Cooke reafirmando el criterio de que, sin menospreciar el papel de la URSS, los movimientos de liberación de los pueblos del Tercer Mundo debían desarrollar políticas solidarias, con prescindencia de aquella.

Y, por su lado el Che, coincidiendo en que cada pueblo tiene que recorrer un camino propio en la lucha y en la construcción de la nueva sociedad, pero entendiendo que, pese a todo, sin la ayuda y el respaldo de la URSS, la Revolución Cubana estaba perdida.

Esto, a criterio de nuestro querido compatriota, determinaba que tuvieran que mantener relaciones fraternales con los partidos comunistas, sin perder de vista los movimientos de la “nueva izquierda” que habían surgido en esta década, al calor de la experiencia que se estaba desarrollando en la “isla del lagarto verde”.

Había aprendido muchísimo esa noche. Se habían consumido litros de café, se habían fumado decenas de cigarrillos y la reunión llegaba a su fin.

Los días posteriores, como veremos en la próxima nota, confirmarían la preocupación de John.

Cuando bajaba las escaleras del Hotel, pensaba que, como diría ese magnífico periodista norteamericano John Reed al describir los sucesos en la Rusia del 17, estábamos “en aquellos días que podían conmover al mundo”.

*Abogado. Periodista: Ex Director del Diario “El Mundo” y de las revistas “Nuevo Hombre” y “Diciembre 20”