Por Agustina Bortolon*
I
En el noreste de la provincia de Córdoba, donde la llanura parece fundirse con el horizonte, se encuentra Porteña, un pequeño pueblo de 6.500 habitantes.
Allí, la tierra es una planicie casi perfecta. Las pendientes, tan leves que se miden en centímetros, se extienden como un manto sobre el que se dibujan largas distancias.
Lo que hace distintiva a la localidad no es solo su geografía, sino su ubicación en la frontera difusa entre dos provincias: Córdoba y Santa Fe. Este limbo lleva a que muchos se pierdan en la confusión sobre a qué distrito pertenece realmente.
Fundada a fines del siglo XIX, cuando miles de inmigrantes europeos llegaron a estas tierras buscando nuevos amaneceres, el pueblo guarda en sus calles y casas los ecos de esas primeras oleadas.
El potente entramado entre las costumbres de aquellos pobladores y las tradiciones locales fundaron pacientemente un crisol de saberes, una concatenación de historias que resurgen y se corporizan a través de las prácticas cotidianas de quienes allí habitan.
Entre ellas, una resalta por su continuidad: las prácticas curativas que exceden a la medicina científica. Resistiendo el paso del tiempo, siguen vivas y fulgurantes en las manos de un grupo de mujeres que las ejecutan con frecuencia.
En esta porción de la agobiante llanura, las plantas, los rezos, las palabras, los santos y las cosas son los guardianes de poderosas fuerzas mágicas y simbólicas. Se entrelazan con la salud y la enfermedad, con el bien y el mal.
¿Alguna vez te curaron el empacho? ¿Nunca sentiste que estabas ojeado? ¿Sabías que si se une la cola con la cabeza de la serpiente de la culebrilla, te morís asfixiado?
II
En un recoveco retirado del jardín de una casa sencilla, rodeado de flores coloridas y verdinegros árboles y arbustos, Rita corta hojas de laurel. Esas hojas, tan comunes y al mismo tiempo tan cargadas de significado, son un elemento central en las prácticas curativas que lleva adelante.
«De acá saco las hojas para curar», me dice, mientras me ofrece una rosa recién cortada, como un gesto de bienvenida a un mundo donde los objetos son mucho más que simples cosas. Son actores protagónicos y fundamentales que permiten alcanzar el bienestar de los padecientes y devolver el bien a quien lo necesite.
Este espacio doméstico, que, para los ojos viejos y descreídos, puede considerarse trivial y cotidiano, se convierte en un escenario donde se entrelazan historias de vida y de curación. En las casas de las mujeres que participan de estas prácticas, la relación con el entorno material es íntima, cercana y profunda.
Cada objeto, cada ingrediente, busca su lugar en historias que no solo son culturales, sino también espirituales y simbólicas. La sal gruesa, el aceite, los granos de maíz, trigo y sorgo, los hilos y las cintas, todos coexisten y conviven en un espacio de vital importancia en el proceso de curación. Son cosas, a simple vista, naturales y cotidianas, pero están cargadas de significado y de potencia transformadora.
Gabriela, otra de las mujeres que abre las puertas de su hogar, me invita a acercarme a una ventana. “Ahí está todo”, asegura, con la vista fijada en el patio trasero en el que se respira un fresco verdor. Para ella, ese paisaje es más que un jardín común y corriente. Es, alegóricamente, una fuente de vida y de salud. Percibo en su mirada una quietud intrigante y misteriosa, como si todas las palabras del universo no fuesen suficientes para describir sus sensaciones.
III
En las prácticas curativas populares, el entorno material adquiere particular importancia. En apariencia, las cosas son cosas. Sin embargo, esas cosas, en asociación con palabras, símbolos, rezos e intenciones, cobran vida y son un potente ingrediente de recetas milenarias e intercontinentales que permiten devolver la buena salud y equilibrar las perturbaciones físicas.
Los materiales no solamente son esenciales en el momento en que se ejecutan las curaciones, sino que también acompañan las trayectorias cotidianas de estas mujeres que curan.
“Nosotras usamos cosas naturales, y si usamos cosas naturales, ¿qué mal te puede hacer?”, repiten casi de memoria y trazan una equivalencia entre lo natural y la pureza, una verdad prácticamente incuestionable dentro de este mundo social.
En cada gesto, en cada palabra y en cada movimiento se percibe la reverencia hacia estos elementos. Un respeto internalizado. Aunque las mujeres hablan de lo natural y lo cultural como dos esferas distintas, en la práctica se mezclan sin distinción.
La semilla, el aceite, el grano, todos están cargados de significados bíblicos que refuerzan la conexión con lo divino, dando a estas materialidades una dimensión trascendental que va más allá de su función utilitaria.
En este universo, las cosas no son solo cosas. Son vehículos de memoria, de poder, de significado. Cada objeto, cada gesto, cada palabra, se entrelaza en un proceso de curación que es tanto físico como espiritual, que va más allá de lo corriente y se convierte en un acto de preservación cultural y de conexión con lo sagrado, con la divinidad.
IV
Juana y Silvia, dos protagonistas de este mundo social, guardan en sus manos la posibilidad de sanar: “Cuando alguien te pide aprender estas prácticas, tiene que ser alguien que no lo va a usar mal, que lo va a usar para ayudar y para el bienestar de las personas”, explica una de ellas.
La distinción es clara: lo que hacen no es brujería, no tiene nada que ver con esas cosas y se esfuerzan por demostrarlo, por trazar una nítida línea entre sus saberes y aquellos asociados al diablo, a la oscuridad.
No obstante, las historias del mal también habitan en Porteña, como susurros campestres arrastrados por el viento, que traen a su paso retazos, risas macabras, fragmentos, angustias y emociones de ayer y de hoy.
Durante los meses de octubre y noviembre, los caminos rurales se convierten en escenarios de ofrendas rituales: vasijas de cerámica, cabezas de animales con astas prominentes, cartuchos de munición y velas de extraños colores se encuentran a la vista. Más allá de los avistajes de algunos curiosos, los vecinos de la localidad prefieren no hablar abiertamente de esto.
“Me llegaron fotos por WhatsApp de un gualicho”, cuenta una voz, casi como si la imagen en el celular fuera prueba irrefutable de que el mal camina cerca. Y, si prestás atención, hasta podés olfatearlo.
Las ofrendas, muchas veces profanadas, cargan con una fuerza perceptible, pero invisible.
V
Las leyendas sobre brujas, hechiceros y magos son moneda corriente en Porteña. Caminan sin miedo entre la memoria colectiva y la superstición. Desde sus orígenes, el pueblo alberga historias de mujeres que vivieron apartadas, en los márgenes, lejos del área urbana, y que murieron en extrañas circunstancias.
En las conversaciones con estas mujeres que curan, las palabras se chocan con el gélido silencio cuando alguien menciona el mal. Hay una incomodidad manifiesta, un deseo de esquivar la charla, de no mezclar sus prácticas curativas con la brujería.
“Si alguien viene y me dice que lo engualicharon, yo le diría que vaya a la Iglesia”, confiesa Vilma. La incapacidad de deshacer el mal no es solo una limitación técnica, sino también una barrera moral. “Nosotras no sabemos hacer esas cosas ni queremos aprender”, insisten.
Las dolencias que estas mujeres alivian tienen una dimensión física y emocional, un malestar que se siente en el cuerpo y que ellas saben cómo atenuar.
Pero cuando el mal se cuela de manera inexplicable, cuando aparecen síntomas sin razón aparente, el mundo racional se fisura, se quiebra. “Si el médico no encuentra una explicación, entonces debe ser brujería”, murmura alguien. El mal, en estos casos, parece escapar a las leyes del cuerpo para instalarse en el reino de lo sobrenatural. Y desde allí, gobernar las voluntades de sus víctimas.
En Porteña, el bien y el mal están en lucha permanente. Un campo de batalla simbólico, donde se disputan su lugar fuerzas cristianas y poderes ancestrales.
Estas mujeres que curan, con sus rezos, sus santos, sus recetas y sus manos, representan una resistencia al mal, una afirmación de que, incluso en un mundo donde las sombras son reales, el bien puede imponerse.
Aunque sus prácticas curativas se distancian moralmente de la brujería, el eco de esas potencias oscuras persiste, como un recordatorio de que, en este rincón del mundo, donde la llanura asfixia y el horizonte parece no tener fin, lo invisible sigue siendo parte de la vida cotidiana.
*Licenciada en Antropología (Facultad de Filosofía y Humanidades-Universidad Nacional de Córdoba, FFyH-UNC). La presente crónica se desprende de una investigación etnográfica realizada entre enero de 2021 y agosto de 2022. El trabajo se titula “Yo curo para hacer el bien: una aproximación etnográfica a saberes, prácticas y representaciones de un mercado terapéutico en Porteña, provincia de Córdoba”.
Fuente: www.elresaltador.com.ar