El abogado de Operación Masacre

Por Julián Axat

En alemán, “von” es un ante-apellido que indica una noble patrilinealidad. En los bufetes de abogados platenses de la década del ‘50, esa preposición era una llave que abría celdas, pero valía costosos honorarios.

Máximo Miguel von Kotsch nació en 1924 en la provincia de Río Negro. Tercer hijo de una pareja de inmigrantes alemanes. Su padre, Otto von Kotsch, era un ingeniero civil especializado en construir puentes. Las provincias de Buenos Aires y Río Negro contrataron sus servicios y muchos puentes que allí hoy existen son de su autoría. Al principio de la Década Infame y tras haber vivido en varios puntos del país, la familia se instaló finalmente en la localidad de Berazategui, pero la muerte repentina de Máximo Otto en 1937 dejó a Máximo Miguel al cuidado de una de sus hermanas.

A los 18 años se mudó a la ciudad de La Plata para estudiar la carrera de abogacía. No tardará en recibirse e insertarse en el mundillo de la Justicia. En esos tiempos conoció a Noemí “Mimí” Arce, con quien tuvo tres hijos: Gustavo, Eric y Sandra von Kotsch. La familia se instaló en una casa ubicada en la calle 51 Nº 365.

Con solo 32 años, Máximo Miguel –“Lolo”, para los amigos– no solo era uno de los penalistas más reputados de la capital provincial, sino que se proyectaba en el mundo platense con intensa vida social: miembro del Rotary, del Jockey, socio fanático del “Lobo” con visitas todos los domingos al estadio del Bosque.

Sus contactos con el mundo de la política eran en especial con la UCR y el ala frondizista con la que simpatizaba. Pero también el ambiente carcelario y policial (vivía justo enfrente de la Jefatura de la Policía Bonaerense),  le proveía todo tipo de información para evaluar los casos que asumía o bien desechaba.

Es decir, von Kotsch era un abogado de prestigio que se movía como pez en el agua, y siempre se las arreglaba para que alguien lo pusiera al tanto de situaciones que podían traerle algún beneficio o –acaso– un problema. Sus honorarios cotizaban alto, pero de vez en cuando solía hacer excepciones que le valieran otro tipo de reconocimientos. Estaba bien visto asumir causas consideradas nobles o justas. Por ejemplo, asumir gratis alguna causa penal de personas en situación de pobreza y hasta de presos políticos y gremiales.

Una de esas excepciones va a tener en vilo al abogado entre el 3 de julio y el 16 de agosto de 1956, a partir de una serie de contactos que lo lleven a la cárcel de Olmos.

Podemos imaginar al doctor Máximo von Kotsch moviéndose lentamente, con elegancia y un traje pulcro a medida, dejar atrás las puertas de barrotes de las celdas que van abriéndose a su paso hasta llegar a la sala donde lo espera sentado en su silla “el fusilado que vive”, Juan Carlos Livraga. El mismo que la semana pasada, a sus 91 años, visitó en el Senado a otra fusilada que vive.

El rumor entre los presos, un tal von Kotsch

De este hombre que tiene ante su vista, de su fachada espectral con pelo y barba crecidos, y heridas evidentes en el rostro, sabe poco y nada. Algunos contactos frondizistas que se mueven para pedirle favores le hablaron de atender con urgencia a esos presos que han sido víctimas de una balacera después de un supuesto mitin peronista en el Conurbano, y que están heridos, mal detenidos.

Sus otros contactos, los del lado oscuro carcelario y policial, le hablan de un desgraciado que no terminaba de morirse y que está ahí en Olmos por obra y gracia del señor Jesucristo.

Por eso, para saber de primera mano de qué se trata, el abogado decide ir a la cárcel y chequear en persona la situación. Lo que “Lolo” no sabe entonces es que esa historia, esos presos, le van cambiar la vida y la profesión para siempre.

Dice Rodolfo Walsh en el capítulo 31 de Operación Masacre:

“Entre los presos circulaba con insistencia el nombre de un letrado platense: el doctor von Kotsch. Se citaban casos de detenidos puestos en libertad merced a su intervención. El doctor Máximo von Kotsch, abogado de 32 años, con activa militancia en el radicalismo intransigente, dedicaba en efecto su notorio dinamismo a la defensa de presos gremiales. Entre ellos, los numerosos petroleros torturados por la policía bonaerense. Giunta y Livraga pidieron hablar con él, y el doctor von Kotsch escuchó con asombro el relato de lo sucedido aquella madrugada del 10 de junio en las afueras de José León Suárez”.

De los errores de la burocracia vive un buen penalista

“Lolo” habló primero con Miguel Ángel Giunta, que estaba más entero que el otro y que le contó del fusilamiento en los basurales de José León Suarez la noche del 9 de junio, de cómo logró sobrevivir, todo el periplo posterior en la comisaría, las vejaciones y torturas a las que fue sometido hasta llegar a Olmos. Pero para el letrado algo no encajaba, algo de ese relato no terminaba de convencerlo, porque la ficha carcelaria tenía otra fecha de detención, y si estaban a disposición del Poder Ejecutivo Nacional era porque habían violado la Ley Marcial decretada tras los alzamientos… Entonces escuchó al otro, y en un momento se le iluminó la cara. Fue el momento en el que todo buen abogado penalista reconoce el mínimo registro del error burocrático, ese breve asiento en un libro de actas de cualquier repartición que se transforma en salvoconducto para hacer público el accionar del Estado en su fase de terror clandestino.

Cuando Livraga repitió que su padre tenía un papel en su poder que probaba su atención en el hospital al que lo había llevado la policía, todo cambió. Ahora von Kotsch creía. No solo era la prueba de que no se habían tiroteado con las fuerzas, tal como pretendía instalar el régimen militar para justificar la detención a disposición del PEN, sino que la fecha y hora de esas constancias eran anteriores al momento en el que se dictara da Ley Marcial (se promulgó el 10 de junio y ellos estaban detenidos desde la víspera).

Como lo explica Walsh:

“Giunta y Livraga debían su libertad y aun su vida –amén de los esfuerzos del doctor von Kotsch– a una circunstancia fortuita”.

A veces Dios juega a los dados y el azar hace que caigan de determinada manera; así los destinos de dos fusilados vivientes dependían ahora de la existencia de esos recibos expedidos por la Unidad Regional San Martín donde constaban los efectos personales, y del papelito que el padre de Livraga conservara y que le entregara la enfermera del hospital que atendió a su hijo, y que von Kotsch salió a buscar de inmediato.

Esos minúsculos papelitos olvidados en un descuido por la máquina de desaparecer pruebas permitieron al sagaz abogado demostrar que La Bonaerense no alcanzó a borrar todas las pruebas del circuito de detención ilegal.

La causa por la que estaban presos a disposición del PEN era la cobertura fraguada de una vía de hecho policial, rastros de una privación de la libertad clandestina que dio vía libre al fusilamiento. Como les gusta metaforizar a los abogados: el origen de la semilla envenenada del que crece un árbol con frutos envenenados.

Acostumbrado a estas lides, von Kotsch volvió a su estudio, redactó con satisfacción el habeas corpus al cual adjuntó las constancias mencionadas, y lo presentó ante el juzgado penal en turno.

El valor de un habeas corpus

Para el juez que resolvió bastaba con valorar que las constancias acompañadas por el letrado eran fehacientes y que acreditasen que había elementos para presumir que el momento de detención era anterior a la vigencia de la Ley Marcial.

Es decir, no había causa o motivo judicial-legal suficiente que justificara un encarcelamiento a esa altura. El hecho de estar a disposición del Poder Ejecutivo Nacional bajo Ley Marcial, pero fuera del momento de su vigencia, hacía que la detención fuera nula de manera absoluta. Por lo demás, a la luz de las lesiones que presentaban sus defendidos, lo del enfrentamiento no era más que una excusa.

Dice Walsh:

“En el acto asumió la defensa de los dos sobrevivientes, y vista la falta de proceso judicial –estaban a disposición del Poder Ejecutivo– y de causas reales que justificaran su encarcelamiento, solicitó que fueran puestos en libertad”.

El 16 de agosto de 1956, los fusilados quedaron libres. Walsh lo cuenta de este modo:

“La noche del 16 de agosto de 1956, los presos del pabellón político se disponían a acostarse, cuando la voz de un guardián reclamó: –¡Población, silencio! –y luego–: Los que yo vaya nombrando, pasen con todo. Un estremecimiento corrió por el pabellón. Algunos iban a salir en libertad, otros se quedarían. Todos escuchaban con avidez, mientras los que eran nombrados recogían febrilmente sus cosas. –…Miguel Ángel Giunta… –recitaba el guardián–, Juan Carlos Livraga… Eran los dos últimos de la lista. Se miraron incrédulos. Se abrazaron. Después se les ocurrió simultáneamente la misma idea. A lo mejor era una trampa para matarlos. Pero a la salida del pabellón, apoyado en una columna, los esperaba el doctor von Kotsch”.

El hombre que mordió a un perro

Una tarde de diciembre de 1956, Rodolfo Walsh va a entrar eufórico a la editorial Hachette en Buenos Aires y dirá en voz alta una frase que quedará grabada en la memoria de los allí presentes: “Encontré al hombre que mordió a un perro”. Se refería al primer encuentro con Livraga en la casa de von Kotsch, en calle 51 Nº 365. (La anécdota está contada en Historia de una investigación. “Operación Masacre” de Rodolfo Walsh: una revolución de periodismo [y de amor], de Enriqueta Muñiz, Planeta, 2019.)

Walsh habló por primera vez con Juan Carlos Livraga el 20 de diciembre de 1956. Lo hizo en el estudio de von Kotsch. Ese mismo día recorrieron a pie la diagonal 80, que los llevaría de vuelta en tren a la capital. En el camino siguieron hablando.

Podemos decir que el libro Operación Masacre nace de ese encuentro, que se repetirá tres veces más. Ya en el prólogo, el escritor agradece a las gestiones y buenos oficios del letrado de los fusilados. Esas gestiones tienen que ver con su valentía en hacerse cargo del caso, pero además ser una de las fuentes privilegiadas del libro.

El propio Livraga cuenta en una reciente entrevista a El País sobre cómo su abogado lo convenció para que hablara con el periodista: “El doctor me dijo: ‘Si te quieren matar, te van a matar hablando o sin hablar. Te conviene hablar’. Y ahí me reuní con el periodista”.

Como consecuencia de aquel encuentro, también esos mismos días de diciembre Walsh conoce al abogado y ex jefe de la División Judicial de la policía de la Provincia, Jorge Doglia, enfrentado con el coronel Desiderio Fernández Suárez, responsable directo de la masacre. Será Doglia quien utilice las denuncias que le proveerá von Kotsch para dejar expuesto a Fernández Suárez, tal como aparece contado en el capítulo 32 (“Los fantasmas”) y que el primero llevará ante el seno de la Junta Consultiva de la provincia a través del socialista Eduardo Schaposnik.

En el estudio von Kotsch se fueron dando esos cruces y conciliábulos que marcaron el destino de la denuncia. “Las voces” que el letrado ayudó a que aparezcan  se iban soltando en ese ámbito de reserva de su propiedad. Por eso la conversión de los hechos clandestinos en “evidencia judicial” es la transformación del hilo conductor leguleyo de Operación Masacre (especialmente en los capítulos 32, 33, 34).

Y si no hubiera habido prueba de la clandestinidad del Estado para ejecutar los fusilamientos; o dicho de otro modo, si el encubrimiento de los hechos hubiera quedado intacto y las detenciones y abusos hubiesen figurado ocurridos en el marco de la vigencia de la Ley Marcial, quizás Walsh no se hubiera interesado por la historia (es tan solo una conjetura, quizás sí, no lo sabemos…). Lo cierto es que ahí radica la importancia del trabajo de von Kotsch a través de las resultas de su habeas corpus. Dejar expuesto el funcionamiento de una maquinaria letal anterior, sin ley, que pone a funcionar la trama del escritor a partir del tenor de lo denunciable.

Podríamos decir que en esto último el abogado honraba el oficio de su padre, ingeniero constructor de puentes; pues el acceso al expediente y la construcción de las constancias judiciales constituyeron el puente para la escritura de Walsh. No habría non fiction sin pruebas, constancias escritas que sostienen el pulso de la crónica.

 Atravesado por Operación Masacre 

“Lolo” von Kotsch junto a su esposa Noemí Arce, Mar del Plata (1980). Fuente: Diario La Capital.

Los medios nunca hablan del abogado que salvó a Livraga; de hecho en las redes hay muy poco sobre su vida, y apenas encontramos las referencias que da Walsh en su obra.

Me parece justo honrar la memoria de aquellos abogados que se jugaron por una causa, y es claro que en este caso eso mismo ocurrió. Hasta donde sabemos, von Kotsch nunca cobró por hacer este trabajo porque lo consideraba una de sus tareas nobles, y más tarde ayudó a Livraga a exiliarse a los Estados Unidos, lugar donde hoy vive.

De lo poco que se conoce de la vida de Máximo Miguel “Lolo” von Kotsch con posterioridad a los hechos aquí relatados, surge que recibió varias represalias por su actuación. La más grave vino con el golpe de 1976: el Decreto Secreto del PEN Nº 322/76 incluye su nombre en el listado de personas a arrestar.

Los fundamentos de la detención se los dio el comisario Miguel Etchecolatz en persona cuando le colocó las esposas en la puerta de su casa: “Usted hizo caer a Aramburu y Rojas, mire si lo vamos a dejar suelto”. De paso, la patota que se lo llevó detenido se quedó con una quinta en la localidad de Berazategui, lugar donde el abogado pasó su adolescencia y que usaba los fines de semana para descansar.

Gracias a la presión de distintos referentes y personalidades, su detención a disposición del PEN duró solo nueve meses. Tras obtener la libertad, trató de continuar su vida normal, junto a su familia y su trabajo como abogado. Pero tal como cuenta Claudia Bernaza en una reciente nota publicada en la revista Mestiza, de la Universidad Nacional Arturo Jauretche, la familia von Kotsch quedó atravesada por Operación Masacre y los hechos posteriores.

Máximo von Kotsch se jubiló a mediados de los ‘90. Se mudó a su quinta en Berazategui, que logró finalmente recuperar. Allí vivió hasta 1997, cuando falleció. Sus restos descansan en la bóveda familiar del cementerio de Ezpeleta. En una placa en la pared se puede leer: “Gracias Doctor Por Mi Vida”. La firma Juan Carlos Livraga.

Fuente: www.elcohetealaluna.com