El último viaje de Evita

Por Esteban Viu

Cada auto guarda una época, un nombre y una cicatriz. En esta entrega de Garage argentino, el Packard descapotable que sería la última máquina que trasladaría a Eva. Una arquitectura contra el dolor disfrazada de dignidad, en una ciudad que la aclamaba sin saber que ya se iba. Un armazón de alambre y yeso, un saludo que era apenas un temblor en el aire y una mujer que parecía hecha de acero.

“Esta mujer estará a la par de Juana de Arco en la historia. Lamento mucho no haberla salvado”. La frase salió de la boca de George Pack, eminencia norteamericana en cirugía oncológica. Un hombre al que nadie —ni ministros ni generales ni el propio Perón— se animó a presentarle a Eva. Ella murió convencida de otra historia: que las manos que habían abierto su cuerpo dos veces pertenecían al argentino Ricardo Finochietto. ¿Quién se atrevería a confesarle que el médico que intentó salvarla no solo no era argentino, sino norteamericano?

Pero ese final comenzó a escribirse mucho antes. El 28 de septiembre de 1951, mientras un joven general de nombre Benjamín Menéndez preparaba un golpe que resultó fallido, en una sala de un hospital, Eva se dejaba arrancar un pedazo de su cuerpo. Una biopsia tardía, que ya no ofrecía margen para la esperanza. Afuera, el ruido de las botas era sofocado con balas y represión. Adentro, la Subsecretaría de Informaciones redactaba un comunicado que destilaba prudencia: “La enfermedad que aqueja a la señora de Perón es una anemia de regular intensidad…”.

Mentían conscientemente. No era anemia ni reposo ni transfusiones. Era cáncer. Pero se prefirió envolver la verdad en gasas oficiales, proteger a la nación de la crudeza, sostener la imagen intacta de la mujer que se encaminaba a transformarse en mito.

Esa misma noche, Eva, debilitada, pero furiosa, interpretó el fallido golpe como una señal, una brújula para sus últimos días. Convocó a los suyos y ordenó la compra de cinco mil pistolas automáticas y ametralladoras al príncipe Bernardo de Holanda. El armamento era para los obreros organizados de la CGT, guardianes de Perón, soldados improvisados de una causa popular. Las armas, como un ejército dormido, quedaron bajo custodia sindical hasta su muerte.

Afuera de su residencia la esperaba un automóvil Packard descapotable, que sería la última máquina que trasladaría a Eva, a fuerza de un improvisado armazón elaborado con yeso y alambres para que la sostuviera desde las axilas. Pesaba 38 kilos.

***

Rompió todos los moldes. Lo que la tradición reservaba a las esposas de los hombres públicos —el silencio decorativo, la sonrisa quieta, la obediencia dócil— a ella le resultaba insoportable. Evita se lanzó a la política con un fervor que rozaba la obsesión, como si cada día debiera ser vivido con la urgencia de quien presiente un final.

La primera alarma llegó el 9 de enero de 1950. Treinta y ocho grados. El aire en Buenos Aires era un muro caliente. En el Puerto, entre autos y banderas agitadas, Evita inauguraba la sede del sindicato de taxistas. Sonrió, habló, agitó brazos. Y, de pronto, la oscuridad. Se desplomó. Aquel desmayo fue la primera grieta visible en una mujer que parecía hecha de acero.

Esa tarde, todavía pálida, ordenó con dureza que ella quería ser coraje: “Operaciones no”. Le hablaba a Oscar Ivanissevich, su médico personal, que era también ministro de Educación. Pero Perón, con esa mezcla de firmeza y cuidado que usaba cuando la urgencia lo empujaba, consiguió persuadirla. Tres días más tarde, ingresó al Instituto del Diagnóstico. La cirugía se hizo pública como un simple caso de apendicitis. La mentira se deslizó en los diarios como una verdad inocua. Pero Ivanissevich, en privado, murmuraba otra cosa.

Hasta último momento, la enfermedad fue un secreto guardado a fuerza de silencios, retoques y pequeñas trampas. Atilio Renzi —suboficial del Ejército, secretario personal, sombra inseparable— tenía una rutina clandestina: cada mañana descalibraba la balanza para disfrazar la pérdida de peso. Era un engaño piadoso, un intento desesperado de sostener la ficción de fortaleza.

Pero el cuerpo hablaba. Caminaba como quien lleva un lastre invisible, con la dignidad intacta, pero la carne vencida. Ella no lo aceptaba. No podía. Lo decía con rabia, con suspicacia: “Quieren inventarme enfermedades para sabotear mi gestión”. El 8 de marzo volvió a caer. Esta vez, la excusa oficial fue una angina gripal que le impidió viajar a Pergamino. Y, en mayo, la tensión entre la enfermedad y la obstinación estalló en una escena de furia: un portazo, un carterazo, un golpe seco contra la cara de Ivanissevich, ese médico que llevaba semanas implorándole: “Señora… ¡déjese curar!”. Ese mismo día, pese a las disculpas de Perón, el ministro presentó la renuncia.

Era la enfermedad que avanzaba. Era también la resistencia de Eva a admitir que algo podía quebrarla.

***

El día amaneció frío, encapotado, con una llovizna tenue que mojaba las veredas y se interrumpía por momentos, como si el cielo dudara entre el gris y la claridad. En el taller de la residencia, habían trabajado en secreto para fabricar un armazón de alambre y yeso: un artificio crudo, diseñado para sostenerla erguida. El dispositivo incluía un banquillo con un almohadón, oculto bajo del tapado de piel, y dos largas muletas que debía encajar bajo las axilas. Era una arquitectura contra el dolor disfrazada de dignidad.

Nadie entendía cómo resistió la ceremonia, sentada en el asiento destinado al vicepresidente —un sitio vacío desde la muerte de Juan Hortensio Quijano antes de asumir—. Aguantó sonrisas, felicitaciones, aplausos que la envolvían como un murmullo interminable. Y todavía quedaba otro desafío: atravesar la ciudad en el Packard descapotable, desde el Congreso hasta la Casa Rosada.

Perón le aconsejó permanecer sentada. Ella, testaruda, quiso ir de pie. El esfuerzo era visible: le costaba levantar el brazo, el saludo se volvía un gesto lento, apenas un temblor en el aire. La multitud, sin embargo, veía otra cosa: veía a Evita, alzándose sobre su propia fragilidad como si todavía pudiera con todo.

En la calle, en los balcones, la gente aclamaba. Y cuando el coche apareció, vieron a Perón tomándola de la cintura, sosteniéndola como quien protege un cristal. En el asiento trasero, ella apoyó la cabeza en el hombro de su marido, exhausta. Esa noche no hubo gala en el Teatro Colón. Al llegar a la residencia, susurró apenas: “Qué lindo es el pueblo”.

Cincuenta y dos días después, Eva Duarte de Perón moría.

Imagen de portada: A/D

Fuente: www.latinta.com.ar