Despidos y pobreza: El país de los miserables

Por Silvana Melo

Y es un fin de semana XXL, cuando un hombre moreno y palestino vuelve a ser torturado y asesinado una vez más, a los ojos del mundo, por los empresarios a los que echó a latigazos de los mercados. Y es un fin de semana larguísimo, plagado de mosquitos, estragado por el dengue tropical en un país del sur del mundo, donde el estado está desapareciendo en manos de un conciliábulo de hombres y mujeres de hielo y acero y el sentido está desregulado y las certezas se mueven al valor del mercado. Del mismo mercado de donde el Jesús embravecido echó a los especuladores y vienen ahora los vengadores, los propietarios de la crueldad, los termómetros del sufrimiento ajeno, los que escrituraron la puñalada en la espalda y la van propinando despacito, en cada oportunidad propicia de la construcción de este nuevo país. Donde se acaba de fundar una nueva grieta. Los que soportan la desgracia y los que se regodean del sufrimiento del resto.

En esta épica histórica, en esta cruzada feroz por la demolición del estado, la destrucción de cualquier intento de edificación colectiva y la entronización del individualismo como salida única y particular, la miserabilidad y la vileza son los valores que se recogen y que se llevan como bandera a la victoria. Como si fueran un nombre sagrado.

El presidente de la Nación y su cohorte eligieron el fin de semana que desemboca en las Pascuas para llevar adelante una de las medidas más crueles y más viles desde un gobierno democrático: expulsar a miles de trabajadores del estado por mail, desde altavoces, bloquéandoles los sistemas de las computadoras, cerrándoles el paso de las oficinas, a dos años de jubilarse, a veinte años de trabajo, sin indemnización porque estaban contratados, con licencia por enfermedad, con responsabilidad en la atención de la población más castigada, más olvidada. Sus ausencias de los puestos de trabajo con la adjetivación justificatoria de ñoquis implica estructuras vaciadas y gente abandonada. Gente sin atención que al conciliábulo gobernante no le interesa como viviente, como parte de la sociedad integrada a un proyecto que el mercado –el mismo del que fue expulsado el cristo que mataron el viernes- regula. Y decide quién entra y quién no.

Miles de empleados del estado son expulsados (echamos dice el presidente con un goce especial en la palabra) con una herramienta que crearon los gobiernos de la misma democracia: los contratos precarizados, claramente ilegales cuando se vuelven eternos. Trabajadores con veinte años de antigüedad (que implica haber sido contratados por la primera historia kirchnerista) llegaron a este capítulo de la crónica en un estado de cosas que los deja servidos en bandeja a la motosierra, licuadora o cualquier electrodoméstico infame que esgrima el clan que los maneja. Pudieron despedirlos sin indemnización, como si hubieran pasado ayer a tomar un café, porque los precarizaron hace años. Y no normalizaron sus situaciones nunca.

Cuando Menem expulsó decenas de miles de estatales en los 90 y privatizó gran parte de las empresas públicas no hubo reacción. Ahora tampoco. Sin embargo, en los 90 los trabajadores eran empleados de planta permanente. Fueron indemnizados. Se compraron el remis, se pusieron la canchita de paddle, el parripollo, el maxikiosco. Fue una tragedia. Pero había alguna esperanza. Esta pobreza, esta precarización, esta expulsión en desnudez, este vacío, este no tener dónde ir, esta alternativa laboral inexistente, este festejo de los funcionarios y de una parte de la población –algunos tan medio pelo o sobrevivientes como los despedidos- al verlos caer, es lo que define este tiempo.

La infancia de esta tierra, malquerida y malgastada, herida adrede desde sus primeros años para disponerla débil y obediente en su precariedad futura, es pobre en un 70 por ciento ya, en estos días de noticias con atraso. Y habrá que sentarse a explicarles que hay que pelearle a este país que se viene ofreciendo, donde se ha despertado tanta gente dormida llena de desprecio, de ruindad, de bajeza. Legitimada por el trono de la miserabilidad oficial. Hay que pelearle para evitar el contagio. Para no ser pares de lo peor. Para seguir construyendo con otros y no contra otros para el enemigo. Si el hambre será, finalmente, siempre un compañero de estas filas.

Como parte de la tragedia, el país asiste a una película con delay. Con atraso. Se conoce de pronto la pobreza de hace tres meses. El desastre bíblico que asestó el gobierno Massa – Fernández sobre los sectores populares para que Milei pareciera lo menos malo del infierno dantesco.

Un 41,7 % de pobreza en el segundo semestre de 2023. Parece un siglo. Un punto y medio más que en el primero. Veinte millones de personas. La planilla de Excell que aparece en la TAC de Sergio Massa no es muy diferente de la que se vislumbra en la de Toto Caputo. La indigencia en el segundo semestre aumentó a 11,9 %. La más abultada en 17 años. Y eso es gente con hambre. Durante 2023 esa categoría donde a una porción importante de la población no le alcanza para comer y en gran medida ni para poner los huesos bajo techo, subió del 8 al 13,8 por ciento, que fue el número con el que se acabó el año, allá por el 31 de diciembre. Cuando la pobreza, devaluación salvaje mediante, ya superaba el 50%. Pero a eso se lo conocerá en junio. Que será cuando el 60 por ciento de la población, que ya era pobre en enero, será pobre oficialmente.

Y todos se rasgarán las vestiduras y se tomarán los cabellos y dirán qué barbaridad y señalarán culpables, responsables, victimarios, sin beber, jamás, su propia cicuta.

Mientras que los jubilados cobrarán una mínima pasada por la más eficiente licuadora del sistema –superando apenas los 200 mil pesos- y, para estrenar la herramienta más innovadora del estilo delay, en dos cuotas.

La muestra más perfecta de la impudicia y el descaro.

Frutos venenosos de una triste historia. Sin inocentes.

Fuente: www.pelotadetrapo.org.ar