Cuando el valle se tiñó de sangre

Por Ramón Recalde
Desde la inauguración del nuevo camino de las Altas Cumbres, día a día llegan a nuestro Valle de Traslasierra cientos de turistas en busca de paz. También encuentran y se sorprende por sus bellezas.
Quizás muchos no sepan que en cada uno de esos rincones hermosos ocurrieron historias de pasión, amor y sangre.
Y que en esos paisajes maravillosos deambulan duendes de historias fantásticas.
En un pasado no tan lejano, en el transcurrir del siglo XVIII, los pueblos del Oeste vivieron convulsionados. La guerra civil que ensangrentaba la patria recién nacida, también llegó a esas tierras lejanas. En Córdoba, dos bandos disputaban el poder a sangre y espada. El General José María Paz, por un lado, y Facundo Quiroga, el Chacho Peñaloza y sus ejércitos llanistas, por el otro. En los apacibles poblados, las familias principales tomaban partido por uno u otro bando, creando adhesiones y enconos indisimulables.
En ese clima, una historia de sangre y dolor se filtró y alteró la calma. Un mar de fondo y un hecho trivial, enfrentó a la familia Funes con el Teniente Coronel Manuel Ciriaco Gómez y derivó en una tragedia.
La familia de los Funes, propietarios de la estancia El Perchel, en Piedra Blanca, paraje cercano a Nono, mantenían una posición adversa, de fría indiferencia o franca rebelión ante las autoridades de la capital. Tenían sus influencias: Tomás Funes era el padre de Clarisa y Elisa, las bellas hermanas Clarisa y Elisa que fueron las esposas del General Roca y Miguel Juárez Celman que llegarían a ser presidentes de la Nación.
Gómez había llegado delegado por Paz como comandante de San Javier, para “apaciguar los ánimos”. Se instala en Nono y Piedra Blanca, zona de influencia de los Funes. Era un hombre de pocas luces, violento y arbitrario. Para más, afecto a la bebida. En su función consumó todo tipo de barbaridades, fusilando a diestra y siniestra. En esa escalada mata al llanista Juan Arcalá con el argumento que ” tuvo a bien insultarme después de haberle deshecho las ancas con quinientos azotes”, informó en el parte oficial.

Una disputada carrera de caballos

La gota que rebasó el vaso nació tras una simple carrera de caballos, en Piedra Blanca, disputada casi de noche. Un mano a mano entre el parejero de Gómez y el de un vecino, célebre por lo rápido. Se había apostado mucho dinero.
Quiso el destino que fuera juez de la partida Vicente Aparicio Funes. La carrera tuvo recurrentes incidentes y el fallo perjudicó al militar. Hubo reproches, insultos y empujones. Gómez acusó al juez de desacato. Le impuso la pena de cincuenta azotes, aplicados un día domingo en la plaza de Nono. Los Funes consideraron la pena infamante y entendieron que la suerte estaba echada. “Hay cosas que no deben tolerarse. La conservación del ser moral es un derecho inalienable”, concluyeron al resolver la venganza.

Los crímenes de Piedra Blanca

Por esos días de diciembre de 1830, habían regresado a Nono dos hermanos Funes y diez amigos de familias acomodadas que estudiaban en Córdoba, en los Colegios Monserrat y de Loreto. Fueron doce los complotados.
Sorprendieron a Gómez en su casa cuando dormía tras una borrachera y lo mataron a cuchilladas junto a tres oficiales. La búsqueda de los autores fue sin descanso.
Desde Córdoba el General Paz movilizó a quinientos hombres en busca de los homicidas, rápidamente identificados.
Las sierras se llenaron de sables sangrientos, frenéticos por cumplir el deber. Uno a uno los complotados fueron cayendo y sin más trámite, fusilados en la plaza de Nono. Había que cumplir la orden imperiosa de “pacificar”.

El último sobreviviente

En la casa de los Funes era todo desolación. Hasta el jefe de familia había sido detenido. Su esposa, doña Concepción, mojada en lágrimas, rezaba y prendía velas pidiendo por la salvación de sus hijos. Sola la acompañaba el esclavo José, ya anciano, que apenas podía caminar. Aunque muchos no lo crean, en esa época todavía había esclavos. En la historia de sus dolorosas vidas quedan solo rastros. Los anotaban al margen de las partidas de nacimiento del “dueño”, con el mismo apellido, pero identificado como una pertenencia.
Fue el anciano José el que despertó en la matrona alguna luz de esperanza. “La única posibilidad de que los mozos salven sus vidas es que lleguen a los llanos de La Rioja, por el único paso que no está vigilado ya que creen es infranqueable. Es el paso por Cuchilla Angosta y yo conozco cómo se llega”. La señora desesperó y pidió que lleve a sus hijos la información salvadora. “Pero patroncita, yo no puedo ni caminar”, le respondió angustiado.

Un secreto develado

Ante la desesperación de la señora el fiel esclavo le reveló un secreto que mantenía bien guardado. “Isabel Villarreal, la bella hija del puestero de El Perchel, andaba en amores con José María. Yo los he visto tomados de la mano”. Sorprendida por la noticia que en otros momentos hubiera sido una tragedia familiar, hizo que la buscaran. La muchacha salía todos los días a llevar su majada a pastorear y conocía como nadie todos los secretos de la sierra.
Podía ser la salvación.
Aceptó con gusto la misión y simulando cumplir con sus tareas de pastora, día a día subía hacia las sierras con su carga de alimentos para el amado. Era el único que continuaba con vida.
La operación se repitió con éxito. La hermosa muchacha se abría paso entre los sables sin despertar sospechas. Nadie imaginaba su misión. Tampoco conocían lo que es capaz de hacer una mujer enamorada.
Un día un rastreador encontró una huella que se desviaba hacia un cerro: “Es de un pie chico, de mujer”, informó con certeza. La suerte estaba echada. Alguien agregó que antes de la cumbre había una cueva y hacia allí siguió la jauría. José María Funes, el último sobreviviente, poco después sería cazado.
Lo fusilaron a la media tarde del día siguiente. La plaza de Nono volvió a cubrirse de sangre. La madre del muchacho, Concepción de Funes, quedó muda con la noticia y perdió la razón para siempre. Toda una familia había sucumbido en esos años apasionados y violentos.
Por mucho tiempo los vecinos del bello Nono recordaron a Isabel, la bella muchacha enamorada que arriesgó su vida para salvar a su amado. Dicen que todos los días visitaba la tumba y regaba un árbol que había plantado en su recuerdo. El tiempo borró todas las huellas. Hay quienes aseguran que el árbol sigue vivo, como el único testigo de esa historia de amor y sangre. El paraje donde fue encontrado el fugitivo también los recuerda. Desde el día de la tragedia pasó a llamarse Alto del Consuelo.
Nota: Relato basado en la información del hermoso libro “Tradiciones del Oeste Cordobés”, de Ernesto S. Castellano