Por Sergio Coria*
En la agitada arena política y social de la Argentina de los años 90, la “grieta” no era una metáfora de confrontación ideológica, sino un término acuñado por organizaciones sociales para nombrar los resquicios legales del modelo menemista a través de los cuales los sectores populares podían reclamar y defender los derechos que ese mismo plan pretendía arrebatar.
Era un concepto de resistencia, un lente crítico para encontrar las fisuras del sistema y, desde ellas, construir resistencia. La grieta, en su acepción original, era un espacio para la acción colectiva en medio de la embestida neoliberal.
La disputa por el sentido
Sin embargo, el significado de este término se ha transformado radicalmente. Hoy, la “grieta” se ha despojado de su anclaje en la lucha social para convertirse en un sinónimo de polarización política y cultural. Ha pasado de ser una herramienta de análisis a un concepto que describe el abismo infranqueable entre dos pensamientos antagónicos. Ya no habla de resistencia, sino de la imposibilidad de diálogo. La grieta, en su nueva acepción, es la cancelación del debate, la intransigencia elevada a norma, el muro que impide cualquier posibilidad de encuentro.
Esta mutación no es casual. Es el resultado de un proceso de mediatización y politización que ha despojado al concepto de su contenido original para cargarlo de un nuevo significado, funcional a una narrativa de confrontación constante. Se ha convertido en un instrumento para deslegitimar al oponente, para construir identidades rígidas y excluyentes. Esta grieta de hoy no busca comprender los conflictos, sino invisivilizarlos. Es, además, un claro ejemplo del despojo ideológico que el establishment impulsa en su intento por vaciar de sentido a los conceptos de lucha de los sectores más postergados.
A esto se suma la violencia de los discursos presidenciales, que plantea un inmenso escollo para la construcción de consensos. Cuando el máximo líder legitima la exclusión del distinto y la cancelación de todo pensamiento que no se ajuste al paradigma oficial, se refuerza la idea de que el diálogo es innecesario. Esto no solo profundiza la “grieta” sino que también debilita los cimientos mismos de la convivencia democrática.
Puentes por grietas
La pregunta que debiéramos hacernos es si esta concepción de “grieta” es realmente un reflejo de nuestra realidad o si, por el contrario, es una construcción que nos impide avanzar. Si la democracia se basa en la deliberación y el consenso, la “grieta” tal como la entendemos hoy, supone su anulación. Al concebir al otro como un enemigo y no como un adversario, se cierra la puerta a cualquier acuerdo.
Es por eso que resulta urgente sustituir este concepto por uno que nos invite al encuentro, a la tolerancia y al respeto. Necesitamos una nueva palabra, un nuevo marco mental que nombre la complejidad sin caer en la simplificación maniquea. Un concepto que reconozca las diferencias sin convertirlas en barreras insalvables. Un concepto que nos permita ver que, a pesar de las divergencias, compartimos un destino común.
¿Podríamos hablar de un “tejido social” que, aunque con sus hilos tensos y deshilachados, aún puede ser reparado?
¿O de “diálogo pendiente”, que reconoce la necesidad de un vínculo donde ahora hay un abismo?
La tarea es inmensa: Hay que desarmar las trincheras de la intolerancia y construir los puentes de la palabra. Solo así podremos recuperar la vitalidad de la conversación pública y reconstruir los consensos democráticos que nuestra sociedad necesita para progresar. La democracia no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de resolverlo de manera pacífica y constructiva. Y para eso, necesitamos un nuevo lenguaje.
*Periodista. Ex dirigente del Círculo Sindical de la Prensa y la Comunicación de Córdoba (Cispren-CTAA)