Conciencia para sí

Una de las primeras huelgas registradas en el territorio argentino data de 1868. En plena Guerra del Paraguay un grupo de trabajadores de astilleros de Corrientes se negó a construir embarcaciones destinadas a las fuerzas de la Triple Alianza.

¿El argumento? No contribuirían a la matanza con la que el Imperio sofocó el proceso de desarrollo nacional autónomo más genuino de América Latina en el Siglo XIX.

Desde sus orígenes la clase obrera argentina fue moldeando una identidad que se nutre de la unión de la conciencia de clase a la conciencia nacional. Conciencia de clase y conciencia nacional definen su grado de desarrollo histórico y la dotan de una concepción de disputa integral por el poder: La lucha reivindicativa se vincula a la lucha política contra el bloque hegemónico dominante.

El pensamiento nacional siempre estuvo presente en la genética del pueblo trabajador. Bien decía Arturo Jauretche: “El caudillo era el sindicato del gaucho”. Un modo de reivindicar la lucha montonera contra la prepotencia portuaria. Una referencia histórica al enfrentamiento inconcluso entre el “Pueblo y la Oligarquía”.

Desde 1810 se sucede a lo largo de nuestra historia –a veces larvadamente y otras de manera explícita– la confrontación entre dos proyectos antagónicos que nos remiten a ser “Patria o Colonia”.

Si el gaucho es, para la élite ilustrada, un inadaptado y rebelde ante las convenciones sociales, para la interpretación nacional es el representante de una clase y de un pueblo a los que la oligarquía ganadera arrebató sus tierras y derechos, mientras la organización neocolonial del país los marginaba y condenaba a ser parias en su propia Patria.

Tras la consigna “Civilización o Barbarie” se persiguió y demonizó primero al aborigen y al gaucho y después al peón, al “cabecita negra”, al obrero, al campesino, al estudiante, al intelectual, al religioso. Los que mandan se han encargado de criminalizar sistemáticamente al sujeto histórico portador de un proyecto de transformación social.

A esta altura del Siglo XXI las fuerzas en pugna siguen tributando –por acción u omisión, voluntaria o inconcientemente– a la contradicción principal: Liberación o Dependencia.

Recién diez años después de la huelga de los correntinos en solidaridad con el pueblo paraguayo se produjo la primera huelga declarada por el movimiento obrero organizado. La Unión Tipográfica Bonaerense la llevará adelante entre septiembre y octubre de 1878. El origen del conflicto fue la decisión de una imprenta de rebajar los salarios a su personal. La lucha fue ganada por los obreros y las patronales aceptaron volver a los sueldos originales y reducir la jornada laboral a 10 horas en invierno y 12 en verano.

La construcción del relato histórico del movimiento obrero reconoce esa síntesis entre la primigenia fuerza del trabajo criolla y el aporte de anarquistas, socialistas y comunistas que llegaron al país huyendo de las persecuciones en Europa. Esa fusión, con sabor a mate amargo, le dará su fisonomía a la clase social que le da sustento al Movimiento Popular.

Después de todo, unos y otros, nativos y extranjeros, constituyeron la masa de explotados que generó la riqueza fundante del naciente capitalismo autóctono.

La unidad y organización de los trabajadores son condición necesaria para que puedan expresarse, en el tiempo y en el espacio, la conciencia de clase y la conciencia nacional. Su conciencia para sí.

Plantear la necesidad de un nuevo Proyecto Nacional de Emancipación implica ser capaces de reinstalar una experiencia de poder popular, de construir una fuerza política propia para revertir el modelo impuesto en beneficio de los grupos dominantes.

En ese quehacer, la clase trabajadora se asume, desde su compromiso y autonomía, ya no tan sólo como la columna vertebral, sino como la protagonista fundamental de la estrategia de poder del nuevo Movimiento Político, Social y Cultural de Liberación.

*Periodista. Escritor. Congresal Nacional de la CTA Autónoma en representación de la provincia de Córdoba

Ilustración: Ricardo Carpani