Argentina: Acción y reacción, como propuesta y respuesta social

OPINIÓN

Por Fernando Hadad*

La semana pasada se recordó un nuevo aniversario de las jornadas de lucha y masacre de aquel diciembre de 2001. En este caso, Fernando Hadad, Secretario General de la CTA Autónoma Regional Santa Fe nos sumerge en un escrito crítico sobre las coyunturas políticas, económicas, sociales y culturales que atraviesan a nuestro país, profundizadas por el avance del neoliberalismo.

El mundo quiere que no piensen, no quiere que sean libres para descubrir, porque entonces serían ciudadanos peligrosos, no encajarían en el patrón establecido…
La libertad implica libertad en todos los niveles, del principio a fin, y pensar solamente
a lo largo de una línea particular no es libertad. (Jiddu Krishnamurti)

En esta Argentina devaluada en la que la bicicleta financiera (carry trade) quema frenéticamente Letras de Liquidez como calorías y propicia fuga recursos al ritmo de la dolarización, desde el gobierno nacional sostienen que, para exhibir los resultados favorables del actual modelo económico y político, necesitan tiempo para lograr un cambio cultural. Aunque no se expliciten los pormenores del verdadero significado de la hoy desnaturalizada palabra “cambio”, que acompañó a la actual gestión durante la campaña con promesas de cotillón, si recorremos la historia reciente encontraremos que no es difícil presuponer en qué consiste esta matriz cultural que se pretende imponer.

Incansable oportunista de la desmemoria colectiva, y disfrazado con la vestimenta de ocasión según las demandas sociales de gobiernos con mayor o menor intensidad democrática, el proyecto neoliberal con su conocido libreto ortodoxo redactado de puño y letra por el capital internacional, resurge cada tanto desde sus propias cenizas buscando reclutar a gobiernos serviles y corruptos. Hoy, con nuevos bríos, recorre América y Europa en ancas de los sectores políticos más reaccionarios, para recobrar el terreno perdido durante la última década y para darle continuidad a aquellos proyectos que se vieron obligados a abandonar bajo la presión de las revueltas sociales.

El neoliberalismo, al igual que la utópica Icaria de Étienne Cabbet -con sus sueños de bienestar, comunidad de bienes, paz, igualdad y fraternidad-, posee sus propios anhelos, aunque, claro está, muy distintos y por lo general inconfesables. Por la propiedad inherente al capitalismo de concentrar capital y excluir personas, su aplicación a ultranza tal como propone el neoliberalismo, devendría en una sociedad constituida por un puñado de ganadores -los ricos muy ricos-, y por miles de millones de perdedores -los pobres y muy pobres-, conviviendo todos ellos en un paraíso de desigualdad y de exaltación del egoísmo. Para que esta utopía liberal funcione, los privilegios de los que gozan los escasos ganadores deben ser nutridos por una gran masa de asalariados y obreros poco calificados, sin gremios, ni convenios colectivos, y sin acceso a universidades, que cobren salarios, jubilaciones y pensiones mínimas. Claro que dentro de las filas de los perdedores es necesario distinguir entre quienes deben atrincherarse para intentar no perder nada de lo poco o mucho que tienen, y entre aquellos que deben resignar sus expectativas de bienestar y progreso para aprender a sobrevivir en soledad en las entrañas de un sistema despiadado, gobernado por la impiadosa mano invisible del mercado. Porque, en manos de los gobernantes liberales puros, el Estado lejos de estar al servicio de la población en la aplicación de políticas públicas, se convierte en un instrumento de expoliación de los pueblos mediante el cobro de impuestos exorbitantes, los cuales, paradójicamente, son utilizados para financiar el aparato represivo que a su vez garantiza y perpetúa los privilegios de quienes los explotan.

No parece demasiado diferente a lo que vivimos en el presente. Sin embargo, en este paraíso que por el momento es sólo una utopía capitalista, se logra una cuestión clave. Para evitar las costosas rebeliones populares que puedan surgir esporádicamente, mantienen a los pobres distraídos, sofocados en trivialidades y ahogados en deudas, con el objetivo de que asuman mansamente que lo que les ocurre no es más que el designio del capital, del mercado, de la genética meritocrática, de la herencia familiar, llamados en conjunto destino, sobre el cual no es mucho lo que se puede hacer para cambiarlo. En esta ciudad del futuro los Morlocks -en la novela La Máquina del Tiempo de H. G. Wells, es la raza humana de marginados y violentos que viven en ciudades subterráneas- son más inofensivos que los Elois -la raza civilizada que habita en la superficie- (1).

Claro que tal como sabemos, esta es sólo una utopía liberal. Esta apuesta que hoy recobra impulso en el continente y en el mundo, y que como vimos nada tiene de novedosa, conlleva inevitablemente desde ciertos sectores, con o sin gremios o partidos a la cabeza, una respuesta que se manifiesta como resistencia. Los vimos en Argentina en 2001 con el “cacerolazo”; en Grecia en 2010 luego de que el primer ministro Papandreou anunciara para aquel país medidas de austeridad sin precedentes; en España el movimiento “los indignados” y en Chile la movilización estudiantil en 2011, y hoy los chalecos amarillos en Francia. Son estas decisiones en lo político, económico y social, las que se expresan en el territorio como un par de fuerzas de acción y reacción. Este binomio se debate en las calles no sólo por salarios y condiciones de trabajo, sino también para definir si la inversión estatal en salud y educación pública, vivienda, ciencia y tecnología, transporte, soberanía energética, etc, deben ser considerados un gasto como cualquier otro, o una manifestación de progreso, soberanía nacional y equidad social. Hoy el mundo parece volcarse hacia la consolidación de la primera opción, es decir hacia la que postula que cualquier ayuda estatal que permita justicia distributiva, no solo es un gasto, sino que además se comete una injusticia, propiciando a los “vagos” y desatendiendo a los “que producen”.

Sin embargo, puestas en marcha estas acciones antipopulistas, para que la parte de la población afectada por estas medidas no las perciba como un avasallamiento en sus derechos, es necesario desde el poder fortalecer con su mensaje el ámbito de lo personal. Hay que portarse bien, no hacer lío -recordar la sugerencia del actual Papa-, cuidar cada uno lo suyo, y en especial trabajar más pensar menos. Mejor aún, trabajar mucho más y no pensar. Para esto es muy común que busquen instalar en la sociedad mitos que refuercen sus postulados conservadores, la mayoría de las veces ridículos pero que se naturalizan como verdaderos por repetición, como por ejemplo el que enseña que en Japón los trabajadores ejercen su derecho a huelga trabajando el doble de su jornada laboral. Es necesario entonces reconfigurar el esquema social y, entre otras, eliminar de cuajo la idea de solidaridad, como la esencia de lo colectivo, para degradarla, en el mejor de los casos, a una dádiva sensiblera. En esta batalla cultural, como en la física clásica, “Para cada acción hay una reacción igual y en sentido opuesto” tal como expresa la segunda ley de Newton. La reacción de ciertos sectores se presentará entonces como una fuerza en sentido opuesto, como una confrontación política en la cual, a diferencia de esta ley, la intensidad podrá o no ser la misma.

Según el signo político y la afinidad ideológica del partido a cargo del poder ejecutivo, aspectos que claramente no siempre van de la mano, las decisiones macro económicas en sus diversas combinaciones actuarán directa e indirectamente, beneficiando o perjudicando a los distintos estratos sociales. Al momento de tener que distribuir la riqueza producida en el país, es imposible beneficiar al mismo tiempo al insaciable capital concentrado, y propiciar la justicia social en las clases populares. Por lo tanto, siempre habrá algunos sectores más y otros menos beneficiados. La decisión pasa por determinar políticamente a que sector se beneficia en detrimento de cual otro, y, principalmente, en que medida. Y según como se accione, lo que incluye no sólo la medida en sí, sino además el momento, la forma de comunicarlas y ejecutarlas, las reacciones de estos sectores podrán cobrar características propias.

El actual gobierno argentino, -¿quién podría negarlo?-, es una administración de clase para una clase, que desde que asumió no ha tomado ninguna medida en favor de los trabajadores. Por el contrario, se ha valido siempre del intervencionismo estatal a favor de los grandes capitales. En este sentido, siempre/nunca, y nunca a veces, podríamos decir sin dudar que es un gobierno de integristas. Tropezando con sujetos y predicados al momento de intentar comunicar algo, a punto tal que en cada conferencia de prensa parecen enfrentarse a una especie de vértigo existencial rayano con la náusea, el gobierno lleva adelante mediante un sistema de ensayo y error un experimento de gobierno que podría definirse como heurístico en lo social, y, ultra liberal en lo económico. Sin embargo, es una gestión liberal cuando se trata de promover la libre circulación de capitales especulativos, permitir la fuga capitales, y recortar derechos y subsidios a la población y a las pequeñas y medianas industrias. Pero es intervencionista cuando deben garantizarse precios, tarifas y beneficios impositivos a concesionarias de autopistas, petroleras, agroexportadoras, y proveedoras de gas. Con sentido ascendente, ha vectorizado su política económica en la transferencia de recursos desde la base de la pirámide social hacia la cima. El efecto derrame de los 90′ ha regresado, pero sin la necesidad de prometer nada que no sean lugares comunes, frases vacías de autoayuda y la promesa de un futuro mejor cuyo horizonte, hasta los más superfluos optimistas, lo perciben hoy como inalcanzable. Desde que asumió el actual gobierno hay permanentes manifestaciones, marchas, y acciones de protesta de organizaciones sociales, políticas, sindicales, estudiantiles, de la economía popular y de organismos de Derechos Humanos. Las tarifas de servicios públicos han alcanzado valores exorbitantes y los precios de los alimentos en góndola han trepado a niveles históricos. La internacionalización del precio de productos como el trigo a consecuencia de la eliminación de las retenciones, provocó aumentos de más del 100% interanual en productos de la canasta básica como el pan y los fideos secos. Mientras que los bancos registraron en julio de 2018 ganancias por $ 14.600 millones, contra los $ 8.700 millones del mismo mes del 2017. Como vemos, una fuerza ha impactado de lleno sobre los ingresos de la clase trabajadora, poniéndola en movimiento bajo el eslogan “Las calles son nuestras”. La fuerza externa y no balanceada a la que se refiere la segunda ley de Newton, sacó a gran parte de la clase trabajadora del estado de reposo en el que se encontraba.

A la acción del actual gobierno se ha opuesto la reacción popular, porque es precisamente la voluntad con fundamentos históricos la que no se arrodilla y la que da la pelea en las calles, en las redes sociales, en la construcción de ideas, en los textos y en los pensamientos, frente a las injusticias que el actual sistema provoca. El cambio que se alienta como necesario desde el gobierno, busca atenuar los efectos de las respuestas del campo social y popular, y para esto nada como un mullido colchón de consenso social contra piquetes, paros y manifestaciones que le dé algún margen para maniobrar.

Desde los grandes medios de comunicación, que han adquirido hoy forma de un gran holding con acciones en los gobiernos, se busca convencer al ciudadano promedio de que resistir los modernos designios del libre mercado es inútil, propio de mentes retrógradas. Según esta versión, los trabajadores hemos sido engañados durante demasiado tiempo por gobiernos populistas, viviendo de prestado por encima de nuestras reales posibilidades. A contrapelo de la historia, del sentido común y de los datos promueven de debemos asumir que somos un país pobre, que no produce lo que necesita y que con el gobierno anterior vivimos una irrealidad. Así las cosas, necesario expoliar de manera urgente a las clases sociales medias y bajas que se han visto beneficiadas en algo, aunque sea mínimo, antes de que puedan naturalizar cualquier avance. “Le hicieron creer a un empleado medio que podía comprarse celulares e irse al exterior”, expresó con cinismo brutal el economista y actual presidente el Banco de la Nación Argentina. Ha llegado el tiempo de pagar la “fiesta”, y son los propietarios del capital quienes se sientan en la mesa chica a calcular cuánto se gastó y quienes la van a tener que hacer cargo de los costos. Curiosamente, una gran masa de millones de votantes que nunca fueron invitados a ninguna fiesta que no sea la de disfrutar de algunos derechos laborales básicos, están dispuestos a sacrificarse para pagarla, y lo que es aún peor, hacérsela pagar a sus hijos y nietos durante las próximas décadas.

Aunque los cambios sociales son lentos, y los resultados genuinos pueden ser infinitesimales durante una gestión de gobierno completa, la clase social y política que hoy conduce los destinos de Argentina confía en que desde ese lugar podrá lograr el cambio cultural que pretende. Con la suma de fuerzas con las que cuentan: la Justicia actuando sobre referentes opositores; los medios de comunicación hegemónicos marcando la agenda política de los gremios y de la oposición, e implantando de manera sincronizada las ideas “correctas” en la población, y contando además con recursos financieros prácticamente ilimitados, para poder alcanzar su objetivo sólo resta dejar actuar a la única variable que no pueden corromper y sobre la cual orbitan todas las demás: el tiempo.

(1) Las razas humanas Morlocks e Ilois, en la novela La Máquina del Tiempo, de H.G. Wells.

*Secretario General de la CTA Autónoma Regional Santa Fe

Fuente: www.ctasantafe.org